Pelileo, Ecuador (Andes).- Los árboles están deshojados, secos, se diría que muertos. Aquí pululan moscas negras, verdosas, envueltas en un aire de misterio trágico. No se trata de un camposanto, aunque por el camino haya tumbas y cruces que parecen decir lo contrario. No, no es un cementerio. Se trata del parque central de Pelileo Grande, ubicado a 155 km desde Quito.
La historia de esas tumbas se remonta al 5 de agosto de 1949. Son las dos de la tarde y en Pelileo las nubes han bajado hasta los techos de las casas, una neblina espesa le da al ambiente la premonición de que algo pasará, de que algo sucederá ese día entre la tierra y el cielo. Zoila lo recuerda nítidamente: “Estábamos comiendo y hubo un temblorcito, pero estuvo duro, entonces salimos corriendo de la casa. Después de unos diez minutos se vino lo duro”, cuenta la mujer de 68 años.
En sus ojos todavía dibuja aquella montaña que había hasta las tres de la tarde de ese día y que ahora le dio paso a una quebrada gigantesca – de unos 500 metros- que desemboca en el río Patate.
Hasta el 5 de agosto de 1949, el pueblito de Zoila Tite tenía alrededor de tres mil habitantes cuando se vino la catástrofe; de ellos murieron 1.300 personas. Alejandro, otro sobreviviente del terremoto, recuerda que su padre los llevaba montaña arriba, caminando para salir de ese lugar que parecía iba a ser tragado por la tierra. “Mientras nosotros caminábamos, mi papá nos decía ‘no regresen a ver, no regresen a ver’ y llorando, llorando del miedo, lo seguíamos”, cuenta sentado en la que parece ser la única tienda de este pueblo.
No todos corrieron con la misma suerte de Alejandro ni con la sabiduría de su padre. Algunos, desesperados y angustiados, se metieron a la iglesia, que en poco menos de 10 minutos se les vino encima matándolos a todos, incluyendo al párroco Vicente Arauz. La cúpula del templo, hecha con piedra pishilata, no resistió el temblor pero sí ha resistido el paso del tiempo y ahora es testigo de cómo Pelileo se reconstruye conviviendo con sus recuerdos.
Pelileo fue el epicentro del sismo de 6,8 grados en la escala de Richter, que fue considerado el más fuerte del hemisferio occidental en más de un lustro y tuvo lugar a tan solo 40 km de profundidad. En total, según cifras del Servicio Geológico de los Estados Unidos, este terremoto mató a 5.050 personas en todo el país.
En aquel tiempo, las casas estaban construidas con bahareque (una mezcla de palos o cañas entretejidas y barro). La fuerza del sismo redujo el pueblo a escombros. El archivo fotográfico del Ministerio de Cultura del Ecuador tiene postales de Kethleen Barker y su hija Consuelo Mena Barker cubriéndose la nariz con pañuelos para evitar el hedor de los cadáveres en descomposición que yacían bajo las ruinas del pueblo.
Las inmensas masas de tierra que se desplazaron desde el occidente hacia las riberas del río Patate se llevaron consigo todas las viviendas de bahareque y tejas que se levantaban sobre la zona. Solo una casa quedó en pie, la de Segundo Torres y Rosa Elena Recalde; hoy la habita su hijo Galo Torres Recalde, quien se niega a recordar el trágico suceso.
El nombre del parque, cuando sucedió la catástrofe, era 10 de Agosto –cuando se recuerda la Independencia del Ecuador–. Después de ella, el parque cambió su nombre por el de 5 de Agosto. El nombre puede cambiar, dicen sus habitantes, lo que no cambia es el dolor y el recuerdo de las víctimas, en honor a quienes se erige una estatua en medio del parque pues cientos de cuerpos no se pudieron rescatar ante el peso de los escombros. Ellos permanecen ahí, debajo de estas baldosas resquebrajadas por el tiempo.
El terremoto parece un personaje más de este pueblo, un evento trágico que convive aún con sus ciudadanos y al cual ahora le sacan provecho turístico.