Manuel Paz pregonó la merluza del pinchu, con fondo coral, en las jornadas del Lóriga

Manuel Paz pregonó la merluza del pinchu, con fondo coral, en las jornadas del Lóriga

Siero.- Manuel Paz, director de la Orquesta de Cámara de Siero, fue el pregonero de la Fiesta Gastronómica de la Merluza del Pinchu, dentro del programa dirigido por Gustavo Izquierdo, celebrada el jueves en el Hotel Restaurante Lóriga, tarea en la que fue acompañado por los aires de un sexteto. 

 

La cocina estuvo a la altura del menú, en el que uno de los pescados emblemáticos de la mar de Asturias brilló en todo su esplendor...y sabor.

 

 

EL PREGÓN

 

 

Todo lo que me puede venir a la cabeza justo antes de llevar a la boca un bocado de merluza del pinchu

 

Para poder pinchar en un plato un bocado de merluza del pincho ha tenido que salir de puerto una barca al amanecer. De camino al caladero ha habido que preparar una línea de sedal de 500 metros de largo de la que penden cabos de 1 metro con entre 20 y 30 anzuelos cebados con parrocha. El sedal madre –que así se llama el principal- debe prenderse a un carrete después de pasar por una vara de bambú de 7 metros. Tras ello, se tienta el sedal con la mano para saber cuándo hay captura suficiente para recuperar el aparejo. En la barca habría 4 ó 5 varas: una a babor, otra a estribor, una en proa y una o dos a popa, y navegará tan lenta que el patrón debe tener tiempo a discernir dónde están las merluzas y para orientarse hacia ellas. Al recoger, muchos anzuelos vendrán sin merluza y sin parrocha, el sedal llegará a veces con 5, 6, 8 merluzas…, otras con ninguna. La barca deberá estar de vuelta entre las 4 y las 5 de la tarde que ésta es pesca de un día.

 

Si antes no ocurre todo esto no estarás pinchando una merluza del pinchu. Si el pez tenía un anzuelo clavado en la boca podrás estar ante una merluza con pinchu, pero no del pinchu, sino de palangre, y no habrá sido una barca sino un barco. Éste no llevaría 150 anzuelos sino 5.000, o hasta 30.000 si el patrón habla francés, todos pendiendo de sedales de varios kilómetros dispuestos en forma de zig-zag para convertir en kilómetros los pocos metros cuadrados de superficie marina que como mucho pueden tentar las 5 cañas de bambú. Entonces las merluzas podrán estar muertas bajo el agua varias horas antes de que las puedan recuperar y se dice entonces que “se ahogan”; y además, ese barco no volverá a puerto en unos cuantos días en los que las merluzas esperarán entre hielo; y claro, ya nada es igual.

 


O la merluza puede que no llevara ningún anzuelo y entonces podrá ser de volanta, o de cerco, con redes de varios kilómetros y que no dejan escapar nada. Y la carne no es la misma, porque al hielo que le espera hay que añadirle que la merluza en su batir con la red se magulla. Pero esas redes se quedan con la merluza y con lo que no lo es y entonces viene uno de los episodios más lamentables de la pesca: los descartes, que en lenguaje eufemístico se llama “pesca accesoria”, y que en realidad es un insulto a la naturaleza, un hecho para la vergüenza humana, esa que le entra cuando uno cuando comprueba que el hombre ha perdido su condición de cazador para convertirse en depredador. Entonces, me acuerdo de mi padre que me hablaba de ecología en 1968, con otro nombre, que éste aún no exitía, y yo tenía 8 años.

 

Pero aún puede ser peor porque ese trozo de merluza sin anzuelo pudo haber llegado a cubierta en una red de arrastre, ese arte que no merece el nombre, el de Arte, digo, porque el de arrastre sí lo merece si imaginamos a algo que se arrastra por el suelo. Aunque le vendrían mejor otros nombres: arte de la ignominia, de la alevosía, de la canallada, de la felonía por la traición y la deslealtad a la naturaleza; esa naturaleza generosa a la que exaltaba un día mi padre cuando apretábamos los dos la prensa del lagar que teníamos en casa y bajaba a chorros aquella sidra dulce que también bebíamos a chorros y decía él entonces: “Me apetece subirme en una mesa y gritar ¡viva la Naturaleza!, y no hacemos otra cosa que acabar con ella”.

 

Las redes de arrastre son la degradación del ser humano (hay más degradaciones pero una es ésta); he querido ser así de contundente porque no me apetecía seguir tirando del diccionario de sinónimos. Y digo que lo es porque refleja lo peor de nosotros: la avaricia, el desprecio por la vida y la diversidad, el egoísmo de pensar que a las generaciones venideras que les den un rábano, que ahora, para sacar 100 kilos del pescado que busco arrastro sin mala conciencia unas redes con vocación de excavadora por el fondo marino que se llevan por delante todo lo que encuentran, arrancando un montón de vida, algas, moluscos y peces. Así que cuando llegan a cubierta hay más de 200 kilos de vida muerta que se tiran directamente por la borda. De paso a ese fondo le quedarán un par de años de penuria vital hasta que pueda recuperar su equilibrio. Y así un barco tras otro que el 10% de ellos utiliza estas malas artes.

 


 

Hace unos días esbozaba yo una sonrisa –porque ya está bien de cabrearse y algo habrá que sonreír- leyendo la noticia de que la Unión Europea iba a regular los convoyes de aceite y vinagre para las ensaladas de los restaurantes. Y pensé con vehemencia, si es que se puede pensar así, que si no tienen cosas más importantes que regular. A renglón seguido me dije: bien podían regular por ejemplo los paraísos fiscales, que sólo en la Europa comunitaria hay 8. O también podrían regular la pesca de arrastre. Tienen en sus manos hacer desaparecer estas dos cosas para bien de la humanidad, pero, no sé, igual es mucho más crucial acabar con las recargas de un frasco con aceite de oliva, sea virgen o no… No lo sé, debo de ser un ignorante.

 

Pues también a renglón seguido, los descartes están regulados, por la Unión Europea, y de forma vergonzosa: los cupos de capturas provoca que al año cerca de 2 millones de toneladas de pescado ya muerto se tiren por la borda, la mayor parte de esa ingente cantidad es alimento sabroso. Y aquí me acuerdo de La Morena, no el pez, sino la pescadera de Ujo, el pueblo donde nací, así se llamaba también su madre a la que aún recuerdo siendo yo muy crío, vestida de negro, con pañuelo en la cabeza, aquella que durante décadas transportó cajas y cajas de sardinas por Ujo y los pueblos de alrededor mientras La Morena gritaba generosamente: “Ala muyeres, sardina fresca de Candás…”. La Morena hija ya tenía local al que mi madre me mandaba con una nota, que si tanto de mirlotos, tanto de sardinas y palometa si la hay… muy pronto dejé de aceptar la nota y a aquella pescadería ya iba yo bien joven con cierta autonomía de compra. Me encantaba probarlo todo y tenía materia, que en aquel mostrador he visto peces que nunca más he vuelto a ver. Allí me enseñó La Morena a quitarle las espinas al congrio cerrado, a discernir entre blancos y azules, a conocer de dónde venía cada pescado y si era de aguas costeras o profundas. También aprendí a llevarme a casa lo mejor. Algunas veces, muy pocas, era aquella merluza que por entonces no podía ser de Sudáfrica o Chile y que tenía el anzuelo clavado en la boca. No puedo recordar cuántas veces al pasar por delante de la pescadería, La Morena me gritaba: “Eh rubio¡¡ -que entonces con 15 años yo era rubio y por tanto tenía pelo-, “Dime Morena¡¡”. “Llévate este pescado nuevo que no conoces”, o “Toma este pez que me vino entre las bacaladas, pruébalo y me cuentas”. Esta escena hoy no es posible ni con Morena ni sin ella porque sólo se venden los pescados de catálogo, el resto se va por la borda.

 


La pesca de arrastre descarta el 43% de las capturas, la pesca artesanal como la de la merluza del pinchu sólo el 3%. Tengo entendido que la primera huelga que se hizo en el mundo por motivos ecológicos fue en Asturias: la de los pescadores de Cudillero hace algunos años para protestar por el uso de redes de arrastre en sus caladeros. Un gran honor sin duda para ellos pero no deben quedarse ahí; los pescadores de bajura deben tener altura de miras, y ese sentido común y ese espíritu sostenible debería ir más allá para, por ejemplo, propiciar la creación de una reserva marina en Asturias. Soy buceador desde hace unos 15 años y por tanto he sido espectador privilegiado de nuestros fondos marinos; son fascinantes, con unos paisajes que parecen soñados, con bosques de algas, rocas caprichosas y mil detalles más, pero casi puedo contar con los dedos de las manos las inmersiones en las que he logrado ver un pez que no fuera una botona. Una reserva marina es una prioridad ambiental de primer orden. Que la Asturias de mar no la tenga es como si la Asturias de tierra adentro no tuviera Muniellos, o Picos de Europa o Somiedo… Y los más beneficiados serían los pescadores porque alrededor de esa reserva la vida marina se multiplicaría por muchos dígitos.

 

Habiendo nacido a 50 kilómetros del mar mi relación con él, o con ella que mar admite los dos géneros, ha sido muy intensa: por una parte he podido reconocerla como instrumento fundamental de la Naturaleza para reequilibrar los persistentes desequilibrios humanos, y eso inducido por mi protoecológico padre al que recuerdo perfectamente diciéndome: “No tires ese plástico que al final todo acaba en la mar”. También he podido bucearla, que es como abrazarla por dentro. Por otra parte, he conocido desde muy joven ciertos entresijos de la pesca gracias a La Morena. Pero aún falta mencionar aquí la relación gastronómica, la que tiene que ver con ese sentido del gusto que tanto aprecio, que tanto me ha hecho disfrutar en la vida y espero que lo siga haciendo. Imagino que muchos de los aquí presentes estarán pensado: “¡Por fin va hablar este buen hombre de gastronomía, que es para lo que aquí estamos…!”.

 

Pues tienen toda la razón y a ello vamos, y llegamos a mi madre, la que me mandaba con la nota a la pescadería de La Morena, la que conjugaba y coordinaba con absoluta maestría mirlotos, sardinas, palometas -si había- con ese ingenio prodigioso que es la cocina de carbón. Tranquilos, no me voy a poner ahora a hablar de cómo esa cocina se convertía en calefacción para toda la casa, ni de cómo los ladrillos macizos esperaban en el horno pacientemente a que por la noche los lleváramos a la cama envueltos en una toalla; ni de cómo aquella cocina era una auténtica y ecológica máquina de biomasa, tan de moda en estos tiempos; pues no, no voy a hablar de todo eso que se nos enfría el menú. Sí quería hablar de la cocina de carbón como prodigio técnico-gastronómico, de cómo para freír las sardinas mi madre quitaba 2 ó 3 aros de la chapa y ahí incrustaba la sartén que quedaba casi en contacto con la escoria al rojo vivo, y entonces el aceite se ponía brioso a tostar por fuera y cocinar por dentro aquellos peces de un azul tan intenso que parecían pintados por un grafitero. O contar cómo los mirlotos, previamente rebozados en harina, encontraban acomodo, mucho más holgado que las sardinas, en una sartén que iba sobre el hueco que dejaba la tapa de la chapa, así que las brasas un poco más lejos daban al aceite la temperatura justa para no quemar la harina. O describir cómo la sartén de la salsa de tomate reposaba un buen rato sobre la chapa ya cerrada y según cómo estuviera de alegre la cocina, se desplazaba hacia el centro o el lateral derecho hasta encontrar el punto al chop-chop de la salsa, ni demasiado quieto ni excesivamente impetuoso. O aclarar que aquella palometa, ya con la salsa de tomate encima esperaba en su plato justo al borde de la chapa hasta que nos sentáramos a la mesa y entonces, fuera sardina, mirloto o palometa, llegaban en su justa temperatura, y el plato también para que no se acabara enfriando el pescado en esa degustación larga que los frutos de la mar siempre requieren.

 

 

Pero más de uno hoy aquí se preguntará: ¿Y que hay de la merluza?, ¿cuándo nos va a hablar este buen hombre del plato que nos ha traído hoy aquí?. Pues tienen razón, y ahora va. La merluza del pinchu, como es natural no era la que entraba siempre en aquel hogar humilde, que semejante tesoro, para mi padre, mi madre, mi abuela hasta que murió con 96 años y 5 hermanos, no resultaba muy sostenible. Así que cuando llegaba seguro era en Noche Buena, y, claro, entonces sabíamos apreciar bien la diferencia. Ahí mi madre sacaba la cazuela de barro, que ya había sido de su madre, mi otra abuela, y aquella merluza a la cazuela, rodeada de una guarnición colorista entraba en el horno de la cocina prodigiosa para salir hecha una obra de arte.

 

Cuando en mi boca entraba un bocado de aquellos no podía sospechar ni por lo más remoto que decenas de años más tarde me llamaría un señor llamado Gustavo González-Izquierdo proponiéndome pregonar una jornada tan agradable como esta en torno a la merluza del pinchu. En realidad ni lo sospechaba entonces ni hasta un segundo antes de que sonara el teléfono, de haberlo sabido me habría preparado durante todos estos años para poder glosar con más eficacia el aspecto gastronómico de esta alhaja de nuestro mar y de la Naturaleza, pero ya no hay tiempo y, gastronómicamente, sólo puedo hablar sin propiedad pero, eso sí, con intuición, que es el arma más bonita que tengo, la utilizo para todo, para el vino, para la comida y muy especialmente para la música, y puedo asegurar que está desarrollada. Pero las cosas que se intuyen bien se describen mal porque invadimos los terrenos de las sensaciones y de lo subjetivo, y no es tan fácil racionalizar esos terrenos. Así que poco puedo contar de lo que siento cuando un bocado de merluza del pincho va derecho a los laterales de la lengua que es donde están las papilas gustativas, si acaso, que me puede venir a la cabeza cualquier imagen de las que he hoy he descrito; ahora bien, quizás la más próxima, sensorialmente hablando, al estallido en la boca de un trozo de merluza del pinchu sea la de estar buceando rodeado de mar por todas partes.

 

Que lo disfruten, muchas gracias, ahí les dejo con mi madre, con mi padre, con la cocina de carbón, y con La Morena.

 

 

 


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