Reflexiones sobre un modelo productivo insostenible

Reflexiones sobre un modelo productivo insostenible

Por Pablo Blázquez, editor de Ethic .-Miércoles 24 de abril. Un edificio de ocho plantas que albergaba cinco talleres textiles a las afueras de Dacca, capital de Bangladesh, se derrumba. Mueren 550 personas y hay cientos de heridos y desaparecidos.

No es un hecho aislado. El pasado mes de noviembre otros 112 trabajadores morían calcinados en una fábrica textil de Bangladesh. Y en enero, siete mujeres fallecían en otro incendio en una factoría del país asiático.

Los datos de la Organización Internacional Foro de Derechos, una plataforma pro derechos humanos con sede en Estados Unidos, son demoledores: desde 2006 más de 700 trabajadores han muerto confeccionando esa ropa low cost que tanto recorrido tiene en Occidente.

¿Por qué en los últimos veinte años este país se ha convertido en el segundo exportador mundial de ropa? La respuesta no sólo está en sus míseros salarios -los bangladeshíes se encuentran entre los trabajadores textiles con los sueldos más bajos del mundo (32 euros al mes y jornadas de hasta 15 horas)-, sino también en la precariedad de las indignas condiciones que sufren. Los costes allí son tan bajos que hasta China deslocaliza parte de su producción a este país musulmán del sudeste asiático.

Es evidente que estas miserables condiciones están directamente relacionadas con la seguridad de estas personas. No corremos el riesgo de exager si decimos que acaba siendo una cuestión de vida o muerte. Ya hemos dado el dato: 700 muertos en siete años.

En un país como Bangladesh, donde el reto de la modernización es acuciante, el sector textil es un motor imprescindible para su economía: genera 15.000 millones de euros al año, representa el 80% de sus exportaciones y da trabajo a 3,5 de sus 150 millones de habitantes.

Del proveedor al consumidor

 

Una de las claves para entender el caso Bangladesh es la responsabilidad que tienen las grandes firmas a la hora de controlar a sus proveedores. Cuando en los años 90, a Nike le estalla una gran crisis reputacional porque la fabricación de sus productos se relaciona con explotación de mano de obra infantil en países pobres, se traza una derivada que las empresas siguen sin aplicar: si una corporación se relaciona con proveedores que no respetan los derechos humanos se convierte directamente en corresponsable.

Pero hay que ir más allá de los proveedores. ¿Qué pasa con los ciudadanos? ¿Qué pasa con esos millones de personas que todos los días compramos productos fabricados en países pobres en condiciones indignas? En la aldea global ya no podemos mirar a otro lado, no podemos seguir señalando a los gobiernos corruptos de esos países y a las multinacionales y, al mismo tiempo, ser tan hipócritas de eludir nuestra corresponsabilidad. El consumo con conciencia es un reducto relegado al ostracismo en un mercado donde la cultura low cost se ha impuesto: tiendas Tiger, camisetas HyM y vuelos Ryanair.

Y se produce aquí otra paradoja sistémica. En un país como España, por ejemplo, con el 27% de la población activa en paro,  ¿cómo no va a ser decisivo el factor precio en las decisiones de compra? Éste es un argumento irreprochable. Pero pensemos en esa triste ironía: los excesos del sistema nos llevaron a la crisis económica y de empleo más fuerte de la historia, y la realidad que ha generado –inseguridad y pobreza- alimenta más excesos del sistema al inclinarse por productos y servicios que sacrifican las dimensiones sociales y medioambientales para aterrizar en un mercado hambriento de precios bajos. La irresponsabilidad se retroalimenta.

 

El problema es el modelo

 

El caso Bangladesh no puede observarse como un hecho aislado. Muchas de las catástrofes de nuestro tiempo están asociadas a un modelo productivo impaciente en el que la lógica del máximo beneficio termina eclipsando los tímidos avances en sostenibilidad y responsabilidad social empresarial: el accidente nuclear de Fukushima, el vertido de British Petroleum en el Golfo de México, el crash económico generado por la venta de productos tóxicos desde grandes instituciones financieras o los desastres naturales que la Organización Mundial de la Salud relaciona con el cambio climático son algunos ejemplos de las sombras de un sistema al que el siglo XXI le está pidiendo a gritos una transformación profunda.

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