El óxido nítrico es un gas inestable y venenoso, que se conoce desde hace años como constituyente de los humos de combustión de los automóviles y como uno de los agentes destructores de la capa de ozono. Sin embargo, tiene también importantes actividades biológicas e incluso terapéuticas.
Los nitratos de la comida son transformados en nitritos por microorganismos situados en nuestra garganta y esos nitritos son transformados a su vez en óxido nítrico que actúa como bactericida, eliminando las bacterias que puede haber en los alimentos. La famosas pastillas de nitroglicerina y amilnitrito que han salvado a tantas personas con angina de pecho dilatando los vasos y reduciendo la carga del corazón realmente lo que hacen es liberar óxido nítrico que relaja los vasos sanguíneos y hace que la sangre fluya con más facilidad. Paralelamente a este descubrimiento, se determinó que el óxido nítrico participaba en algunas respuestas inmunes, mataba ciertos patógenos, inhibía la agregación plaquetaria y servía de neuromodulador en el sistema nervioso. Es decir, que en función de su concentración y su localización es un elemento neuroprotector, que salva la vida de muchas neuronas, o un elemento neurotóxico, que exacerba el daño y causa una gran destrucción celular en la región cerebral donde se produce en exceso.
El óxido nítrico fue también el primero de una nueva generación de transmisores en el sistema nervioso. Una vez producido, gracias a una sintasa del óxido nítrico, puede pasar rápidamente a los elementos celulares vecinos donde modula la producción de GMP cíclico. Teniendo en cuenta su habilidad única de difusión en medios acuosos y apolares (basada en su tamaño diminuto), se ha calculado que la esfera fisiológica de influencia de una fuente puntual que emita óxido nítrico durante 10 segundos tiene un diámetro de aproximadamente 200 µm, lo que permite llegar a cientos de células. Esta característica físico-química coloca al óxido nítrico en una nueva categoría de mensajero intercelular, ya que puede moverse libremente a través de las membranas biológicas e informar a la neurona presináptica de la situación de la neurona postsináptica. Sería el famoso transmisor retrógrado que se había buscado sin éxito durante décadas.
La que he llamado “la charla más famosa de la historia” en el título del post, tuvo lugar durante el 78º Congreso Anual de la Asociación de Urólogos Americanos que se celebró en Las Vegas, Nevada, el lunes 18 de abril de 1983. La conferencia fue impartida por el profesor Giles Brindley, un neurofisiólogo británico invitado al simposio de la Sociedad de Urodinámica en el marco de dicho congreso.
Brindley, además de un excelente atleta y un meritorio músico y compositor, disfrutaba de buena reputación como científico. Diseñó las primeras prótesis para la visión en los 1960. Un prototipo fue probado en cuatro personas ciegas y les proporcionó algunas sensaciones visuales básicas, pero debido a la limitada tecnología de miniaturización de la época el invento era poco práctico y no tuvo mayor desarrollo. También diseñó y fabricó aparatos estimuladores de la nervios de la región del sacro para conseguir recuperar el control de la vejiga urinaria en pacientes parapléjicos e incluso un nuevo tipo de instrumento musical, el “fagot lógico”, un aparato controlado por ordenador.
El día anterior Brindley había impartido en el congreso una charla sobre los beneficios de la estimulación rectal para mejorar las erecciones. Los asistentes se habían mostrado escépticos sobre los resultados de su propuesta, por lo que quizá debió pensar que para su siguiente conferencia, un tratamiento farmacológico contra la disfunción eréctil, necesitaba algo realmente convincente. Lo que sigue es una mezcla entre los recuerdos de Laurence Klotz, uno de los asistentes a la charla de Brindley, que lo contó en BJU International, la revista oficial de los urólogos británicos, y un editorial publicado por Irwin Goldstein, también presente, en el Journal of Sexual Medicine.
Klotz cuenta que se había encontrado con Brindley en el ascensor del hotel donde tenían lugar las ponencias y se había sorprendido por su atuendo informal, una especie de chándal. Aunque sabía que le gustaba mucho correr, no era lo habitual presentarse así en un congreso científico. Brindley llevaba también una caja de puros con diapositivas que se puso a revisar en aquel ascensor repleto de gente. Al empezar su sesión, el profesor, todavía con su chándal azul, fue presentado a la audiencia como un fisiólogo-neuropsiquiatra con intereses muy amplios en su investigación. Esa mañana hablaría sobre “Terapia vasoactiva en la disfunción eréctil”.
Según los presentes, Brindley empezó su lectura sin mucho aplomo e indicó que tenía la hipótesis de que la inyección de agentes vasoactivos en el cuerpo del pene podría inducir su erección. No teniendo acceso a un modelo animal apropiado y conocedor de la larga tradición médica de usarse uno a sí mismo como sujeto de la experimentación empezó –explicó a la audiencia- una serie de experimentos inyectándose en su pene con diversos agentes vasoactivos como la papaverina, la fentolamina, la fenoxibenzamina y otros. Su conferencia, basada en aquellas diapositivas del ascensor, consistía en una serie de fotografías de penes en varios estados de tumescencia tras la inyección de diversas dosis de estas sustancias químicas. Para sorpresa de todos, y aversión de la mayoría, Brindley aclaró que las imágenes que estaban viendo correspondían a su propio pene en diferentes estados de turgencia tras los distintos experimentos.
Tras ver unas treinta diapositivas de este tipo no había duda de que, al menos en el caso del profesor Brindley, la terapia era eficaz. Otro médico, Arnold Belker, le comentó que uno de los fármacos que se había inyectado (la fenoxibenzamina) no estaba aprobada por la FDA porque causaba tumores en animales de laboratorio, con lo que en la sala se produjeron risas y numerosos cuchicheos sobre si el pene de Brindley desarrollaría un cáncer o simplemente se le caería.
La charla continuó. Por supuesto, reconoció el profesor Brindley ante la audiencia, uno no podía excluir que la estimulación erótica podría haber jugado un papel significativo para lograr las erecciones recogidas en las diapositivas. Para entonces muchos de los asistentes se habían fijado en que había un bulto sospechoso en los pantalones de chándal. Brindley expuso que, en su opinión, nadie encontraría la experiencia de dar una charla científica a una gran audiencia como algo eróticamente estimulante o que indujera una erección. Él, por tanto, se había inyectado con papaverina en la habitación de su hotel antes de ir a dar la conferencia y se había puesto deliberadamente ropas amplias para que fuera posible mostrar los resultados.
Se apartó del atril de los ponentes y ciñó sus amplios pantalones alrededor de sus genitales en un intento de hacer más patente su erección. A continuación se movió por el estrado invitando a alguno de los presentes a que tocase aquello para que comprobaran que no se trataba de un implante o un postizo, algo para lo que no hubo voluntarios. Sigue así la descripción de uno de los testigos:
En ese punto yo, y creo que todos los demás en la sala, estábamos atónitos. No podía creer lo que estaba sucediendo en el escenario. Pero el profesor Brindley no estaba satisfecho. Se miró abajo escépticamente y dijo sacudiendo su cabeza: “Desafortunadamente, esto no muestra los resultados con suficiente claridad”. Entonces se bajó los pantalones y los calzoncillos revelando un pene largo y delgado en clara erección. No se oía un sonido en la sala. Todo el mundo había dejado de respirar.
Brindley se quedó quieto, como si meditase su siguiente movimiento, y dijo con gravedad:
“Me gustaría dar a la audiencia la oportunidad de confirmar el grado de tumescencia”.
Con los calzoncillos por las rodillas bajó las escaleras andando como un pingüino y se aproximó (para su horror) a la primera fila de butacas, donde estaban unos cuantos urólogos y sus esposas. Según se aproximaba, con su erección bamboleándose delante de él, cuatro o cinco mujeres en las primeras filas levantaron los brazos a la vez y gritaron. La sala, con cientos de médicos y sus acompañantes, estalló, y no debido a los aplausos sino a las expresiones de estupor y embarazo, cuando no de pánico. Bob Krane, otro de los médicos asistentes, contaba que había animado a su esposa Bambi a ir a las charlas para mantenerla alejada de las mesas del casino y las tiendas del hotel, pero que después de aquel episodio no consiguió que dejase la sala donde se celebraba el simposio ni por un momento.
Los gritos parecieron impresionar al profesor Brindley quien, rápidamente, se subió los pantalones, volvió al atril y terminó su conferencia. La audiencia se dispersó en un estado de confusión atónita. Los botones del hotel se ofrecían a comentar la charla a todo aquel que se la hubiese perdido. El resto es historia. El artículo del profesor Brindley, firmado solo por él, comunicando sus resultados fue publicado unos seis meses más tarde. La inyección de Brindley revolucionó el tratamiento de la impotencia que hasta entonces solo disponía de un flojo tratamiento con yohimbina, descrita como un médico como “tan eficaz como una cucharada de miel” y de esas prótesis con aspecto de tortura sadomasoquista que a veces vemos en anuncios vintage y que afortunadamente mejoraron mucho en su diseño y prestaciones durante las siguientes décadas.
Parece evidente que Brindley era un buen científico, un tanto excéntrico, desde luego, pero que se propuso a conciencia que su descubrimiento no pasase desapercibido, algo que sin duda logró. El ámbito de la disfunción eréctil dispuso por primera vez de una herramienta con resultados efectivos y rápidos. Quedaba el problema de la inyección en el pene, un proceso no muy cómodo para la persona que lo hace y tampoco grato de observar para su pareja. Y aquí volvemos al óxido nítrico. Puesto que nuestra pequeña molécula gaseosa es capaz de relajar los vasos sanguíneos y hacer que mucha más sangre acuda a esa región, ¿por qué no buscar algo parecido para llevar más sangre al pene y conseguir una buena erección? De hecho, la erección del pene durante la excitación sexual está mediada por la liberación de óxido nítrico soltado por las terminaciones nerviosas cercanas a los vasos sanguíneos del pene. La relajación de esos vasos sanguíneos hace que se acumule sangre en los senos venosos del cuerpo cavernoso del pene y eso es lo que provoca la erección.
La respuesta llegó de la industria farmacéutica. La empresa Pfizer estaba estudiando un nuevo medicamento, el sildenafilo, precisamente para la hipertensión arterial y la angina de pecho. Los estudios de fase I de los ensayos clínicos mostraron que el fármaco tenía un beneficio leve sobre las anginas, pero que producía notables erecciones. Pfizer lo patentó en 1996 y lo comercializó en 1998 para su uso en la disfunción eréctil bajo el nombre de Viagra. El medicamento productor de óxido nítrico fue un éxito instantáneo, como es bien sabido, y las ventas anuales poco después de salir al mercado superaban los mil millones de dólares. Posteriormente otras farmacéuticas reaccionaron y ofrecieron fármacos competidores, como el tadalafilo (comercializado como Cialis) y el vardenafilo (Levitra). Los tres medicamentos son inhibidores selectivos de la fosfodiesterasa 5, con lo que evitan que se produzca la degradación del GMP cíclico en el cuerpo cavernoso. Esta molécula, cuya producción aumenta por la acción del óxido nítrico, es la responsable de la dilatación de los vasos sanguíneos.
El premio Ig-Nobel de Aviación, esa celebración chusca de los estudiantes de Harvard, fue adjudicado en 2007 a Patricia V. Agostino, Santiago A. Plano y Diego A. Golombek de la Universidad Nacional de Quilmes, Argentina por un artículo publicado en una revista excelente, Proceedings of the National Academy of Sciences, indicando que la Viagra ayudaba a superar los efectos del jet lag a los hámsteres. Divertido y asombroso, pero muy lejos del nivel alcanzado por mi admirado profesor Brindley.