En la estantería que hay a mi izquierda tengo unos palillos de arroz, muy japoneses y muy tradicionales, salvo por el detalle de que son sables láser de Star Wars, un genuino producto Made in Japan. Me los trajo mi hermana de su luna de miel en Japón (sí, es una Friki Cum Laude), y quien los quiera tendrá que arrebatármelos from my cold, dead hands.
No hay duda de que Japón se ha convertido en el paraíso frikinal (con permiso de Howard Wolowitz). Desde los dibujos animados de Mazinger Z de mi niñez al Naruto de la de mis hijos, el país del sol naciente nos ha proporcionado una buena provisión de cine y literatura friki. Pero sin duda, el rey de todo ese paraíso es un enorme lagarto, dinosaurio, dragón o lo que sea. Por supuesto, me refiero a Godzilla.
Para que nos pongamos en escena, el nacimiento de Godzilla tuvo lugar apenas una década después de que el Japón imperial se convirtiese en un inmenso campo de ruinas humeantes. Con su población diezmada, la humillación de una ocupación y un sueño imperial desvanecido, Japón buscaba su lugar en el nuevo mundo. Necesitaba reconstruir sus iconos culturales, y a pesar de la escasez de medios, lo intentó con valentía. Un ejemplo de ello lo tenemos en el maestro Kurosawa, quien en 1954 filmó su obra maestra Los Siete Samurais, una historia de guerreros a la antigua usanza.
Simultáneamente, Isiro Honda, quizá sin saberlo, creó otro icono de la filmografía nipona. La historia trata de un monstruo gigante llamado Godzilla (Gojira en versión original, pronunciado como “góchira”). Despertado de su letargo milenario por las nuevas armas atómicas, el monstruo se lanza a la destrucción de Tokio. Ante su poder, la incipiente Fuerza de Autodefensa japonesa se muestra impotente. Finalmente, un científico de vida desgarrada (y además tuerto) desvela la existencia de un arma terrible, inventada accidentalmente por él, y que es capaz de destruir a la nueva amenaza. Su Destructor de Oxígeno puede, en efecto, librar al Japón de Godzilla, pero se muestra receloso de su terrible poder. Incluso ante un enemigo tan poderoso, usar el arma una vez significará volver a utilizarla en el futuro: “igual que hicieron con las bombas atómicas y las bombas de hidrógeno… la Humanidad no está preparada para este descubrimiento.”
Finalmente, el científico deja de lado sus conflictos morales y, en un esfuerzo heroico que le cuesta la vida, consigue acabar con Godzilla. Otro científico, que deseaba estudiar al monstruo, acaba la película con referencias al destructor de oxígeno, pero que en realidad habla al espectador sobre el peligro del nuevo monstruo nuclear: “si siguen experimentando con armas mortíferas, puede que aparezca otro Godzilla en algún lugar del mundo” Sustituya usted Godzilla por Hiroshima, y entenderá mejor el mensaje que la sociedad japonesa, con el recuerdo de los dos hongos atómicos sobre sus ciudades, quería transmitir al mundo.
Godzilla (Japón bajo el terror del monstruo) contenía diversos elementos sociales: un alegado pacifista, una exaltación del valor de su nuevo ejército, un homenaje a su población civil disciplinada, un canto a la esperanza, un recordatorio del poder de la ciencia y de sus limitaciones éticas y morales. Pero a nosotros, pobres occidentales bárbaros, lo que nos llama la atención es… bueno, está claro: Godzilla, ese enorme e invencible bicho que destruye edificios enteros a patadas, lanzan fuego radiactivo por la boca y aplasta tanques como si fuesen cucarachas. Todo acompañado por un característico rugido, solamente comparable en efecto friki al ruido de la Tardis y al asma de Darth Vader.
Godzilla creó un género por sí mismo, y pronto otras películas siguieron a la original. En la mayoría de ellos tenemos elementos comunes, como las escenas de Godzilla aplastando una ciudad o enfrentándose al ejército. Su calidad técnica es penosa, pero en el fondo no importa que se note claramente que el monstruo es un tipo dentro de un traje o que los tanques parezcan sacados de la caja de los Playmobil, igual que nos da igual que el Minecraft esté hecho a base de píxeles enormes o que la primera Lara Croft tuviese más líneas rectas que curvas. De hecho, el regusto a serie B que los efectos especiales nos transmite parece ser una marca de fábrica deliberada. Incluso en las últimas versiones del siglo XXI, se mantuvo ese efecto de “ejército de Playmobil,” con la única diferencia de que los misiles de los cazas japoneses por fin daban en el blanco.
Para que el respetable no se cansase de tanto tanque de plástico, Godzilla se vio enfrentado a nuevos y terribles monstruos de todo tipo: King Kong, el gorila gigante; Mothra, una polilla pacifista; King Ghidorah, el monstruo de tres cabezas; Hedorah, el mutante salido de la contaminación (con hippies y mensaje ecologista incluidos). En ocasiones, Godzilla era el bueno de la película, y abandonaba la Isla de los Monstruos casi a regañadientes para salvar al Japón del monstruo malo de turno; otras veces, se convertía en el malo y todos los esfuerzos se volcaban en acabar con él. En todos los casos, como dicen los reporteros cursis, nunca dejaba indiferente.
Una particularidad que llama especialmente la atención es que, en la mayoría de los casos, los japoneses aparecen como parte de la comunidad internacional. Cuando lanzan una nave al espacio, o preparan la defensa, casi siempre lo hacen bajo la bandera de la ONU o algún otro organismo internacional. Su disposición a seguir atacando a Godzilla con su ejército de Playmobil mostraba que Japón no tenía reparos en actuar solo, pero prefería hacerlo como socio de un esfuerzo internacional. Somos fuertes, pero preferimos trabajar en colaboración y buen rollo, parecían decir al mundo. Ese fue el mensaje que Japón transmitió al mundo durante el medio siglo posterior a Hiroshima, tanto en el mundo real como en el de los monstruos de atrezzo.
Los enemigos de Godzilla no eran tan sólo gigantes mutantes o espaciales. A veces los humanos entraban en el fregado, casi siempre como industriales codiciosos y sin escrúpulos. Otras veces, los monstruos eran llevados a la Tierra por extraterrestres de corte friki clásico total: platillo volantes, trajes plateados, computadores con voces electrónicas, naves llenas de lucecitas y planes para la conquista de nuestro mundo. Por su parte, los científicos y los militares se esforzaban por combatir la amenaza del lagarto gigante, y fruto de ello aparecían estupendas máquinas de destrucción operadas por unidades militares de élite. Mi favorita era Mechagodzilla, un robot-dinosaurio fabricado a imagen y semejanza de Godzilla pero con todo el arsenal de misiles, rayos láser y armas de Cero Absoluto. La saga se abre así al mundo de los Mechas (gigantes mecánicos), aunque con un toque muy japonés: Mechagodzilla estaba fabricado a partir de células del Godzilla original, y por tanto tenía un alma atormentada, lo que le provoca un conflicto animista que solamente se resuelve cuando Mechagodzilla acaba sepultado en el fondo del mar y su espíritu puede por fin descansar en paz.
En 1998, Roland Emmerich hizo un remake de Godzilla. En esta ocasión, los malos de la película eran los comequesos de los franceses y sus pruebas nucleares en la Polinesia. Por algún motivo, este nuevo Godzilla dio la espalda a las islas japonesas e hizo lo que tantos turistas: cruzar medio mundo para hacer algo de turismo en Nueva York. El sello norteamericano es distinto al japonés, y se nota. Para empezar, el ejército USA tiene mucha más autoconfianza que el nipón, y cuando se enfrentaban a Godzilla van a por todas. Por desgracia, lo estropeaban con tácticas de aficionado que acaban dejándoles en ridículo. Centenares de helicópteros, tanques, misiles, submarinos, todo para que el enorme bicho se les escape una y otra vez. ¿Creen que es fácil encontrar un dinosaurio de 60.000 toneladas en la ciudad que nunca duerme? Pues va a ser que no. Y encima, cena pescado gratis a costa de la ciudad.
La película barre un poco para casa y aprovecha la ocasión para reírse de prácticamente toda la sociedad norteamericana. Los militares aparecen como una panda de bobalicones prepotentes, el alcalde está más preocupado por las próximas elecciones que por la destrucción de su ciudad, la gente está muy cabreada por las pérdidas económicas y los periodistas persiguen la noticia sin importar a quién tengan que pisotear. Uno de ellos le roba el reportaje exclusivo a la chica y aparece ante el mundo entero proclamando la existencia de un dinosaurio neoyorkino llamado “God-zilla” (Dios-zilla), a lo que la chica, desde un lejano televisor, le replica “¡Es Gojira, capullo!” en un cariñoso guiño a los orígenes cinematográfico del monstruo.
En esta ocasión, los buenos son un científico incomprendido (cómo no), al que nadie hace caso salvo un grupo de franceses liderados por un espléndido Jean Reno. Juntos consiguen conjurar la amenaza y detenerla. En esta ocasión, Godzilla no es inmune a las armas humanas, y una docena de misiles acaban con su vida, no sin antes dejar la puerta abierta a la posibilidad de un Godzilla 2. Habrá quien abjure del Godzilla norteamericano, y ciertamente es un primo bastante lejano del japonés, pero yo me lo pasé bien, lo confieso.
Y por si lo han estado pensando, sí, ya sé que Godzilla es una contradicción viviente a montones de leyes físicas y biológicas. Ya hablé del ello hace tiempo, y recientemente volví a recordarlo en Canal Sur Televisión. Y me importa un rábano si no puede existir en la vida real. Me basta con que exista en el paraíso frikinal. Lo confieso sin tapujos: me encanta Godzilla, con esa cara de niño al que han castigado sin caramelos y esa mirada de Chuck Norris frente al malo.
Y como ya me tenía con el hola, le concedo un 10 en mi escala de Certifrikación.
Y que sea por muchos años. Vale.