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Hace algunas décadas que a estas madres unió un triste destino: el de drogodependencia de sus hijos a la heroína. Eran los ochenta. Eran los tiempos en los que algunos jóvenes sólo encontraban la paz con la jeringuilla. Ellas intentaban ayudarles como podían, a ellos y a otros jóvenes que iban por el mismo camino y se convirtieron en madres coraje.
“Lo primero que hicimos en el local fue ofrecer la merienda, leche con galletas y un bocadillo a los chicos que vendían kleenex en los cruces. Algunos eran nuestros hijos o conocidos, sufrimos mucho, tuvimos a algunos chavales incluso saliendo de la droga, a algunos les ofrecimos restaurar muebles… Intentábamos de todo. Ahora hemos visto que la droga se ha reactivado como fórmula para resolver problemas de ingresos…”.
El alma máter de este lugar es Pilar, con 72 años. Su hijo acaba de fallecer tras pasar largos y penosos años sufriendo aquellas consecuencias. “Aquí no tenemos ninguna subvención, somos un poco “okupas” porque este local me lo cedió el sacerdote del barrio hace ahora 30 años. Aquí hubo una guardería, pero es un local que no está registrado en ningún sitio… Ahora tenemos perchas y estanterías para la ropa. Y sillas para sentarnos y poca cosa más… Me siento mal… nunca he cerrado esto, sólo este mes de agosto porque no tenía alimentos ya para repartir, se nos habían terminado… Era la primera vez”
“Las madres del pato amarillo”, como ya se las conoce en todas partes, reparten ropa, comida y libros de texto para todas aquellas personas que lo necesitan. Parte de esta mercancía la reciben ellas de Cruz Roja y del Banco de Alimentos, “pero ya escasea todo, estamos en las últimas, el Banco de alimentos no puede darnos tanta comida, ya no tenemos pasta ni arroz, estamos bajo mínimos” cuenta Pilar. “Normalmente damos un litro de leche por familia al mes y dos paquetes de galletas. También traemos caramelos para los niños. Ahora da mucha pena decirle a cualquier mamá que viene que no tenemos leche para su bebé. Da pena por los niños pero casi dan más pena las personas mayores… Si seguimos así, sin recibir apenas nada de comida, nos planteamos cerrar…”
Empezaron siendo unas seis madres y ya son más del doble porque se les han unido muchas de sus hijas, e incluso sus nietas. Yoli es hija de Pili, Magdalena hija de Magdalena y sobrina de Concha, Domi hermana de Pilar… Cuando llegan al local lo primero que hacen es revisar la ropa que les dona la gente. Allí pasan la tarde remendando, planchando, cosiendo botones en torno a una mesa. No dejan cabo suelto. Si la ropa no está suficientemente limpia, la suben a sus casas para meterla en sus propias lavadoras. Todo con tal de que la gente que viene a pedir se lo lleve limpio y remendado, como si fuera nuevo. “La gente cada vez tira menos cosas. Ya no se da tanta ropa, ahora se aguanta otra temporada…” lo cuenta Adoración, una abuela entrañable de 84 años que, sin dejar de doblar la ropa que considera que está lista para entregar, comenta con María, otra abuela de 77: “Entonces, ¿viene tu hijo a ponerme el toldo? Es que lo necesito ya y si él no tiene trabajo y yo me puedo ahorrar un poquito, favor por favor”. Ambas llevan más de veinte años colaborando con El Pato amarillo. Son de las fundadoras. Empezaron ayudando a los chavales y ahora son las que clasifican la ropa, la de niño, la de mujer, cosen bajos, botones… En torno a esa mesa que huele a suavizante de ropa, las abuelas y las más jóvenes comentan no sólo sus vidas sino las de la gente que las visita, que cada vez son más y en peores circunstancias: “Empezamos atendiendo a unas treinta familias al mes… Ahora son casi seiscientas, treinta al día, la mayoría españolas y la mayoría de clase media que ha caído en las garras de la crisis…”
La tarde es un goteo de gente. Se escucha de todo.
-¿No tienen nada negro? Es que estoy de luto…
Yoli tiene 40 años y busca chaquetas negras para una mujer que ha aguardado su turno en la cola y necesita ropa. “Sólo cogemos gente con carta de su asistente social y gente que no tenga recursos” me cuenta enseñándome las fichas del registro. “Les hacemos firmar que han venido, los que más han aumentado son los que ya no cobran nada. Sobre todo nos piden comida y ropa, aquí haría falta más gente para llamar por teléfono a empresas, buscar alimentos… Mi madre y muchas de las abuelas que están aquí son pensionistas y cada una tenemos nuestras familias y casas que atender…”.
Por el día atienden a su entorno, van a Mercamadrid si algún familiar se presta a llevarlas, se buscan la vida… “Allí nos dan lo que no envían a las empresas, los desperdicios… Esta semana, por ejemplo, hemos tenido que limpiar las piñas que nos trajimos y tirar la mitad…” dice Eugenia, de 86 años, la más pizpireta de todas que no deja de entrar y salir colocando cosas. “Tengo 7 bisnietos” asegura mientras agita el abanico, “pero les veo poco”. Eugenia no para de hablar con unos y con otros: “nena, no te puedes quedar en el pasillo, estoy colocando ropa y metiendo fruta, que hoy nos han traído…”. “En las buenas épocas nos han llegado a traer de todo: yogures, queso, en las tiendas ya no dan tanto como antes. También viene mucha gente a pedir trabajo y hasta dinero o hasta pantalones de marca! Quieren hasta ayuda para mantener a sus hijos y ropa nueva!. Pero lo peor es que nunca terminas de sacarles del hoyo…”.
Entra un señor muy mayor con una bolsa llena de trajes que ya no le sirven. Se acerca a Yoli y le dice si tienen trabajo para un yerno suyo que está en paro. Le contesta que no contratan a nadie, que son voluntarias, que son pensionistas y que sólo se dedican a ayudar, “si hasta nos estamos planteando cerrar…”. El propio hombre es voluntario en el Hospital 12 de octubre.
Entran dos mujeres. Gloria es madre soltera. Tiene un niño de seis años, vive con una pensión no contributiva, necesita ropa y comida: “Antes iba a Cáritas pero los servicios sociales cada vez dan menos porque tienen menos… Va a llegar un momento que no sepamos a dónde ir”, nos dice.
Aurora tiene cuatro hijos, les desahuciaron en febrero, cobra 530 euros como única ayuda para todos. “He trabajado limpiando y vendiendo chatarra. Hemos llegado a estar de okupas toda la familia en una casa que estaba vacía… ¿La frase que más escucho aquí y en todas partes? Hoy no hay comida. Estamos desesperados. Gracias a estas abuelas vamos tirando, ellas son muy buenas…”.
A pesar de que lo que ven cada tarde no deja de entristecerles, en torno a la mesa no falta alguna salida ocurrente de Adoración o Eugenia. “Somos pensionistas y cada una paga cinco euros al mes para gastos comunes como la estufa o podernos tomar un café… ¿Tú has visto a algún tonto que trabaje y pague por trabajar? ¡Pues esas somos nosotras!” Las demás ríen. Si no fuera por esos cinco euros mensuales y por las ayudas de ONG como Olvidados.org, Cruz Roja, Banco de Alimentos y mucha gente anónima que acude a la calle Salado a llevarles ropa o comida, este local tendría que cerrar y familias que algún día fueron de clase media y tuvieron trabajos, tendrían que peregrinar un poco más en busca de ayuda.
“La gente es muy agradecida. Por ejemplo, una chica a la que ayudábamos que no tenía nada, cuando cobró los cuatrocientos euros nos trajo un regalo. La gente que no tiene nada suele agradecérnoslo como puede”.
“Algunas personas hasta nos traen ropa de cuando sus seres queridos han hecho el viaje final y aquí la dejamos como nueva” me dice Pilar en bajito.
Ya son las ocho de la tarde, hora de cerrar y todavía está lleno el local. Nunca se van a su hora. Ellas saben lo que es necesitar la ayuda de los demás y tener las puertas abiertas.