Por Heriberto Araújo y Juan Pablo Cardena/Ethic.-¿Será mejor nuestro mundo bajo patrón chino? ¿Estará compuesto por sociedades más igualitarias y justas? Heriberto Araújo y Juan Pablo Cardenal, autores de La Silenciosa Conquista China y corresponsales en ese país desde 2007 y 2003, respectivamente, se muestran muy escépticos y dan cuenta del impacto que el gigante asiático tiene en lugares tan remotos como la Siberia rusa o la provincia de Katanga, en el corazón minero del África subsahariana.
Occidente ha tratado de explicar las claves de la supuesta dominación futura del coloso chino a través de un argumento maniqueo que se apoya en la evolución y el pasado reciente del gigante asiático. Políticos, economistas, diplomáticos y expertos de distinto pelaje aseguran que el destino de China es una democratización gradual de estilo occidental, esto es, con separación de poderes, multipartidismo y liberalización de la sociedad civil. Todo ello acontecería de forma inevitable como consecuencia del enriquecimiento paulatino de la población china y de sus crecientes ansias de libertad, participación y justicia. Esas mismas fuentes aseguran —de hecho lo llevan haciendo desde hace décadas— que, de no acometer estas reformas, no habrá otra salida para el gigante asiático que el drama: revolución o implosión del Estado. Siguiendo esta argumentación, afirman que en Pekín son conscientes de ello y que tienen una hoja de ruta para que, dentro de 100 años, reine, quizá, un sistema libre, justo e igual que no se apoye en el crecimiento económico a cualquier precio, la represión y el ejercicio del poder con mano de hierro.
Teorías y cavilaciones que, para quien haya investigado y vivido en China durante años, suenan cuanto menos precipitadas. En octubre de 2010, a mitad de esta investigación, Liu Xiaobo, el primer Premio Nobel de la Paz chino, recibía la noticia de su prestigioso galardón desde lo más profundo de una prisión de la provincia de Liaoning, donde el régimen lo encerró por ser uno de los promotores del manifiesto que proponía la democratización de China: la Carta 08. Su condena, once años por un delito de opinión, no fue un caso aislado, sino el inicio de la mayor oleada de represión contra la sociedad civil china desde que en 1989 los tanques tiñeran de sangre los sueños de libertad de los estudiantes congregados en la Plaza de Tiananmen. Coincidiendo con las revoluciones en el mundo árabe, que hicieron saltar todas las alarmas en los círculos de poder de Pekín, el régimen dio una nueva vuelta de tuerca a su sistema policial. Desde entonces, ha utilizado medidas tanto legales como ilegales, que incluyen el secuestro, la tortura o el arresto domiciliario de facto, para imponer silencio a cientos, miles de disidentes, activistas, artistas y abogados.
Éstos, haciendo gala de un coraje, humanidad y sentido de la justicia encomiables, muchas veces altruistamente, se habían convertido en el último resquicio de equidad para tantos ciudadanos atropellados por los excesos de la China del siglo XXI. El régimen vio en su determinación un desafío a su autoridad y, en consecuencia, los puso en el punto de mira de su represión. «Los abogados que trabajan en casos de derechos humanos han sido movidos hacia posiciones de disidencia. Ellos no querían, pero el sistema los ha forzado a una especie de “radicalización”. Los activistas que han podido trabajar en China durante los últimos 10 años ahora no lo pueden hacer», nos explicó en Hong Kong Nicholas Bequelin, representante de la organización Human Rights Watch (HRW). «El miedo de la élite china a perder el control [del poder] a causa del activismo ha sido exagerado para practicar más represión», nos aseguró este experto, uno de los más reputados en cuestiones vinculadas con la sociedad civil china y que, con períodos de interrupción, sigue estos temas desde Asia desde la década de 1980.
Un retroceso de las libertades civiles que se ha visto incluso reflejado en los presupuestos estatales que, en 2010 por primera vez, destinaron más fondos a la seguridad interna del país (85.000 millones de dólares) que a sus fuerzas armadas (82.700 millones de dólares). Una tendencia que, ante la multiplicación de las manifestaciones violentas en el gigante asiático — unas 180.000 en 2010 (el doble que en 2006), y causadas generalmente por la injusticia e impunidad—, no hará sino agravarse los próximos años.
El desesperanzador diagnóstico de Bequelin coincidía con otro evento celebrado el 1 de julio de 2011: el 90 aniversario de la fundación del Partido Comunista chino. En esa fecha, Pekín volvió a dar muestras de que, pese a las expectativas occidentales, no tiene ninguna prisa por relajar la presión que ejerce sobre una sociedad que disfruta de cierta autonomía económica, pero que está privada de derechos políticos y libertades. Mucha menos prisa tiene Pekín en adoptar un sistema inspirado en el liberal que, según los sectores más recalcitrantes, sólo tiene el objetivo de derrocar a China para que vuelva a ser objeto de la dominación extranjera. Discursos todos ellos que emanan desde el poder y que se propagan, de arriba abajo, por los diferentes estamentos de la sociedad china. Cualquiera que ha vivido en el país, que ha tenido contacto cotidiano con académicos, periodistas, funcionarios y activistas chinos, que ha leído diarios y visto la televisión, que ha mantenido cenas con chinos de la calle, que ha vivido lo bueno y lo malo de ese país, conoce cuán extendida está la idea de que la nueva superpotencia será cualquier cosa excepto una copia mejorada del modelo occidental.
Ese 1 de julio el PCCh celebraba con gran pompa su aniversario sumando un año más en el poder —ya van 62—. Pekín enarbolaba nítidamente la propaganda que le atribuye, en exclusiva, los éxitos de la nación, pese a que los que verdaderamente los han hecho posibles son —con su esfuerzo— los 1.350 millones de chinos. Ellos son los que han padecido las miserias y el sufrimiento que el PCCh les ocasionó, y ellos son también los que han levantado, desde el más desdichado mingong hasta el más emprendedor de los empresarios de Wenzhou, un país que en 1976, a la muerte de Mao Zedong, estaba al borde de la ruina económica y social. A ellos corresponde, por consiguiente, convertir el siglo de China en una nueva fase histórica, más justa y respetuosa, que contribuya a hacer del mundo un lugar mejor donde vivir. Ése es el reto al que se enfrenta la población china y del que, por su magnitud y onda expansiva, no puede desvincularse el resto de la Humanidad.