¿Camino sin retorno?

 ¿Camino sin retorno

Por Fernando Luengo.- La crisis económica ha destruido millones de empleos. Detrás de cada uno de ellos, no podemos olvidarlo, hay trabajadores que quieren trabajar, que no están desempleados porque prefieran el ocio al trabajo (como todavía, lamentablemente, se sostiene en muchos manuales universitarios de economía); detrás de las frías estadísticas, hay personas y familias, derechos y compromisos, sueños y dignidad. También son muchos los jóvenes que, alcanzada la edad laboral y dispuestos trabajar, no tienen un empleo, ni bueno ni malo. Para estos jóvenes (o, mejor dicho, para los que pueden permitírselo) prolongar los estudios representa un escaso aliciente, pues se sabe que un plus de formación no les sitúa en mejores condiciones a la hora de encontrar un  empleo.

El resultado de todo ello es el persistente aumento del desempleo o, en el mejor de los casos, su mantenimiento en niveles inaceptablemente elevados. En paralelo, crece entre la población la decepción, la impotencia y la frustración. A pesar de la (enésima) reforma laboral, la que sin duda ha ido más lejos a la hora de suprimir derechos de los trabajadores (privilegios, los llaman los impulsores de estas reformas) y desregular las relaciones laborales (precisemos de nuevo: flexibilizarlas), dotando de un poder sin precedentes a los empresarios frente a los trabajadores y las organizaciones sindicales (a esto le llaman descentralizar la negociación colectiva).
¿Qué ha cambiado desde su aplicación? El Gobierno, rizando el rizo, se curó en salud: la reforma laboral, en sí misma, no generaría empleo, pero sí crearía las condiciones para que esto se produjera. Lo cierto es que ni directa ni indirectamente ha mejorado la dinámica ocupacional. ¿No ha servido entonces para nada? ¡¡Gran error!! Esa reforma laboral (y las precedentes) han sido muy útiles para el capital y los famosos (y opacos) mercados.
Las empresas han encontrado el terreno fértil para despedir a más trabajadores (ajustes de plantilla, si utilizo la acepción políticamente correcta), para reducir los salarios (digamos, continuando con las falacias del lenguaje, moderar los costes laborales), cambiar, a favor de sus intereses, los convenios colectivos, o desentenderse de las clausulas que no les convienen. Y ahí no ha quedado la cosa. En un contexto de creciente intimidación –lógico, pues los trabajadores que tienen la suerte de conservar su empleo sienten sobre sus cabezas la “espada de Damocles” de ser los siguientes en la lista de despedidos-, las empresas han encontrado un filón para mejorar su productividad, al menos corto plazo, y hacer caja: prolongando la jornada de trabajo e intensificando los ritmos (¡¡qué despiste!!, volvamos al redil lingüístico: mejorar la eficiencia y mitigar el absentismo). Y aquí está, precisamente, uno de los logros más importante de la reforma laboral: reducir los costes (laborales, por supuesto) y aumentar los beneficios, y de esta forma mejorar la competitividad. ¿Y el empleo?: continuamos deslizándonos por la pendiente, cada vez más inclinada.
Quienes permanecen desempleados durante un largo período de tiempo han agotado su prestación, cada vez más liviana (los que antes tuvieran una ocupación y esa ocupación les hubiera generado ese derecho, un factor de “rigidez”, para los economistas neoliberales). A partir de ese momento, pasan a depender de una menguada asistencia social (sometida asimismo a continuos recortes) o de las también debilitadas redes familiares, en el caso de que existan. Estos desempleados, muchos de ellos han desaparecido de las estadísticas (¡¡qué bien para quienes juegan a interpretarlas de manera complaciente!!), quedan así atrapados en una dinámica personal, social y profesional que hace difícil su reincorporación al trabajo. Ahí se quedan, engrosando las desdibujadas filas de los desempleados de larga duración, cada vez más cerca, sino inmersos, en la pobreza. ¡¡Qué difícil es salir de ese agujero!!
En esa sombría situación, se anuncian nuevas y más profundas “reformas estructurales”, sin duda el campeón de los términos ambiguos, que podemos utilizar para un roto y un descosido, al tiempo que se insiste en perseverar en las muy mal denominadas “políticas de austeridad”. Digámoslo con claridad, sin eufemismos, sin dejarnos seducir por una terminología supuestamente técnica y sofisticada: ni esas reformas, ni esas políticas crean empleo y mucho menos empleo decente. Meter la tijera en el gasto educativo y sanitario, privatizar los servicios sociales, reducir los salarios de los trabajadores, aumentar los impuestos sobre el consumo, rescatar a los bancos con fondos públicos… nos hunde aún más en la recesión, al tiempo que agrava, quizá de manera irreversible, la fractura social. Eso sí, abre las puertas, si es que antes no estaban suficientemente abiertas, para que algunos grupos continúen enriqueciéndose, ampliando sus privilegios y encontrando nuevos y suculentos negocios en el desmantelamiento del sector público, la degradación de las condiciones laborales y el desorden financiero.
Escribo estas reflexiones, auténticos “gritos del silencio”, el día siguiente de haber acompañado en la calle, agradecido y emocionado, a los mineros asturianos. Poco me importa en este momento entrar en disquisiciones acerca de la viabilidad de sus reivindicaciones. Me quedo, y estoy seguro que una parte de la población se ha quedado también, con su mensaje de resistencia, dignidad y solidaridad. Un mensaje que invita a invertir la peligrosa deriva actual y a poner coto a los intereses de las elites económicas, sociales y políticas. Antes de que sea demasiado tarde, antes de que nuestra capacidad de protesta haya sido vencida y pisoteada, antes de que sólo nos quede apelar al “sálvese quien pueda”. ¿Hay alternativas? Sí, por supuesto. Es posible, además de necesario, poner el mantenimiento y la creación de empleo en el epicentro de la política económica, no sólo por razones de equidad, que también, sino como vía para superar la crisis

La crisis económica ha destruido millones de empleos. Detrás de cada uno de ellos, no podemos olvidarlo, hay trabajadores que quieren trabajar, que no están desempleados porque prefieran el ocio al trabajo (como todavía, lamentablemente, se sostiene en muchos manuales universitarios de economía); detrás de las frías estadísticas, hay personas y familias, derechos y compromisos, sueños y dignidad. También son muchos los jóvenes que, alcanzada la edad laboral y dispuestos trabajar, no tienen un empleo, ni bueno ni malo. Para estos jóvenes (o, mejor dicho, para los que pueden permitírselo) prolongar los estudios representa un escaso aliciente, pues se sabe que un plus de formación no les sitúa en mejores condiciones a la hora de encontrar un  empleo.

El resultado de todo ello es el persistente aumento del desempleo o, en el mejor de los casos, su mantenimiento en niveles inaceptablemente elevados. En paralelo, crece entre la población la decepción, la impotencia y la frustración. A pesar de la (enésima) reforma laboral, la que sin duda ha ido más lejos a la hora de suprimir derechos de los trabajadores (privilegios, los llaman los impulsores de estas reformas) y desregular las relaciones laborales (precisemos de nuevo: flexibilizarlas), dotando de un poder sin precedentes a los empresarios frente a los trabajadores y las organizaciones sindicales (a esto le llaman descentralizar la negociación colectiva).

¿Qué ha cambiado desde su aplicación? El Gobierno, rizando el rizo, se curó en salud: la reforma laboral, en sí misma, no generaría empleo, pero sí crearía las condiciones para que esto se produjera. Lo cierto es que ni directa ni indirectamente ha mejorado la dinámica ocupacional. ¿No ha servido entonces para nada? ¡¡Gran error!! Esa reforma laboral (y las precedentes) han sido muy útiles para el capital y los famosos (y opacos) mercados.

 

Las empresas han encontrado el terreno fértil para despedir a más trabajadores (ajustes de plantilla, si utilizo la acepción políticamente correcta), para reducir los salarios (digamos, continuando con las falacias del lenguaje, moderar los costes laborales), cambiar, a favor de sus intereses, los convenios colectivos, o desentenderse de las clausulas que no les convienen. Y ahí no ha quedado la cosa. En un contexto de creciente intimidación –lógico, pues los trabajadores que tienen la suerte de conservar su empleo sienten sobre sus cabezas la “espada de Damocles” de ser los siguientes en la lista de despedidos-, las empresas han encontrado un filón para mejorar su productividad, al menos corto plazo, y hacer caja: prolongando la jornada de trabajo e intensificando los ritmos (¡¡qué despiste!!, volvamos al redil lingüístico: mejorar la eficiencia y mitigar el absentismo). Y aquí está, precisamente, uno de los logros más importante de la reforma laboral: reducir los costes (laborales, por supuesto) y aumentar los beneficios, y de esta forma mejorar la competitividad. ¿Y el empleo?: continuamos deslizándonos por la pendiente, cada vez más inclinada.

Quienes permanecen desempleados durante un largo período de tiempo han agotado su prestación, cada vez más liviana (los que antes tuvieran una ocupación y esa ocupación les hubiera generado ese derecho, un factor de “rigidez”, para los economistas neoliberales). A partir de ese momento, pasan a depender de una menguada asistencia social (sometida asimismo a continuos recortes) o de las también debilitadas redes familiares, en el caso de que existan. Estos desempleados, muchos de ellos han desaparecido de las estadísticas (¡¡qué bien para quienes juegan a interpretarlas de manera complaciente!!), quedan así atrapados en una dinámica personal, social y profesional que hace difícil su reincorporación al trabajo. Ahí se quedan, engrosando las desdibujadas filas de los desempleados de larga duración, cada vez más cerca, sino inmersos, en la pobreza. ¡¡Qué difícil es salir de ese agujero!!

 

 

En esa sombría situación, se anuncian nuevas y más profundas “reformas estructurales”, sin duda el campeón de los términos ambiguos, que podemos utilizar para un roto y un descosido, al tiempo que se insiste en perseverar en las muy mal denominadas “políticas de austeridad”. Digámoslo con claridad, sin eufemismos, sin dejarnos seducir por una terminología supuestamente técnica y sofisticada: ni esas reformas, ni esas políticas crean empleo y mucho menos empleo decente. Meter la tijera en el gasto educativo y sanitario, privatizar los servicios sociales, reducir los salarios de los trabajadores, aumentar los impuestos sobre el consumo, rescatar a los bancos con fondos públicos… nos hunde aún más en la recesión, al tiempo que agrava, quizá de manera irreversible, la fractura social. Eso sí, abre las puertas, si es que antes no estaban suficientemente abiertas, para que algunos grupos continúen enriqueciéndose, ampliando sus privilegios y encontrando nuevos y suculentos negocios en el desmantelamiento del sector público, la degradación de las condiciones laborales y el desorden financiero.

Escribo estas reflexiones, auténticos “gritos del silencio”, el día siguiente de haber acompañado en la calle, agradecido y emocionado, a los mineros asturianos. Poco me importa en este momento entrar en disquisiciones acerca de la viabilidad de sus reivindicaciones. Me quedo, y estoy seguro que una parte de la población se ha quedado también, con su mensaje de resistencia, dignidad y solidaridad. Un mensaje que invita a invertir la peligrosa deriva actual y a poner coto a los intereses de las elites económicas, sociales y políticas. Antes de que sea demasiado tarde, antes de que nuestra capacidad de protesta haya sido vencida y pisoteada, antes de que sólo nos quede apelar al “sálvese quien pueda”. ¿Hay alternativas? Sí, por supuesto. Es posible, además de necesario, poner el mantenimiento y la creación de empleo en el epicentro de la política económica, no sólo por razones de equidad, que también, sino como vía para superar la crisis.

 

(*) Profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembro del colectivo econoNuestra.

 

foto: chamberítomlosbarrios.

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