Por Enrique Castaños Alés (doctor en Historia del Arte) y Antonia María Castro Villena (profesora de Arte)
Ethic.-Parece difícil de cuestionar que el proyecto de construcción europea iniciado en el decenio de 1950, cuyo propósito esencial era evitar futuros enfrentamientos tan terribles como los de la última guerra, se encuentra desde hace algunos años sumido en una crisis profunda. Las causas son extraordinariamente complejas, y las soluciones, si es que realmente existen, para salir del atolladero, más aún. Sólo como recordatorio, conviene subrayar que Europa perdió definitivamente su hegemonía mundial en 1918, y no sólo económica y militar, sino en buena medida también cultural, pues, a pesar de la eclosión incomparable de la cultura europea hasta el fin de la República de Weimar, en realidad un canto de cisne, la decadencia de Occidente prevista por Spengler, aunque a muchos les moleste oírlo, es un hecho indudable, vaticinado también por Nietzsche.
La decadencia es, fundamentalmente, cultural y de valores. El doble sentido en que Luis Díez del Corral hablaba del «rapto» de Europa (que otros han raptado y vampirizado sus logros, y que la propia Europa está enajenada respecto de sí misma), es, más bien, un laxo abandono de Europa de sus deberes de guía y faro de la humanidad, no por ninguna razón de superioridad racial, lo cual sería un insulto a la inteligencia, sino porque sólo en la vieja Europa y en sus descendientes anglosajones ha fructificado lo que más puede parecerse a la idea de libertad. Y esta idea, por mucho que le pese a algunos, es un producto exclusivo de la Antigüedad grecolatina, del Cristianismo y de los pueblos germánicos, cuya compenetración y fusión de esos tres ingredientes dio lugar a esa civilización tan extraña, por infrecuente, que es la europea. Extraña, porque la libertad, de un lado, y la democracia parlamentaria, de otro, que van íntimamente unidas, son plantas muy raras, ajenas por completo a la mayoría de países del mundo. El Estado de Derecho requiere como conditio sine qua non la división de poderes, esto el contrapeso entre los mismos, especialmente la independencia del poder judicial, y esto es algo que sobre todo han conseguido los anglosajones, en primer lugar, y, en segundo lugar, los pueblos del norte de Europa.
La construcción europea está lastrada, en parte, por los viejos nacionalismos europeos, que ni mucho menos han desaparecido; al contrario, vemos cómo en época de crisis se recrudecen de manera extremista y amenazadora. Construir Europa significa, necesariamente, ceder soberanía nacional, reforzar las instituciones democráticas y no renunciar, sino asumir y potenciar, el pasado cultural, desde la renovatio carolingia hasta Karl Popper, Hannah Arendt, Friedrich Hayek, Thomas Mann o Albert Camus. Es probable que la última gran novela escrita en Europa sea Doktor Faustus, del mismo modo que la gran literatura rusa se termina en Vasili Grossman. En esas obras latía todavía un auténtico humanismo, esto es, una idea profunda de la dignitatio hominis, que ha desaparecido hoy casi por completo. Europa debe recuperar críticamente en todos los órdenes su pasado cultural, único en el mundo.
La socialdemocracia y los liberal-conservadores deben necesariamente encontrar puntos de acuerdos sólidos y estables. No es tan difícil si se tiene la decidida voluntad política de conseguirlo. La tradición de la que parten tiene en el fondo más semejanzas que diferencias. Libertad e igualdad deben equilibrarse, pero la primacía corresponde a la primera. Lo mismo respecto al individuo y la sociedad. Lo contrario sería el imperio del hombre-masa en sentido orteguiano.
Es verdad que tenemos un enorme problema con el que no contábamos cuando se creó el Estado del bienestar después de 1945, siguiendo en buena medida las indicaciones de Keynes. El problema son las economías de los países emergentes, especialmente China, India y Brasil. Su modelo económico-social, sobre todo el de China, es diametralmente opuesto al nuestro. Eso nos obliga a ser más laboriosos, más eficaces y más innovadores en ciencia y en tecnología. Hay que estimular la excelencia y el esfuerzo. Hay que ir a la convergencia fiscal europea. Hay que combatir con decisión, y es perfectamente posible, el fraude fiscal, la economía sumergida, los paraísos fiscales, el absentismo laboral y el despilfarro. Recordemos a Leo Battista Alberti cuando hablaba de la sancta masserizia (la santa economicidad, la buena administración). Hay que aprender de los escandinavos en lo que se refiere a una razonable e inteligente contribución por parte de los que más tienen. Pero sin caer en las tentaciones igualitarias de la sans-culotterie revolucionaria de la época jacobina. De lo contrario, la libertad queda cercenada, y eso es algo que no nos lo podemos permitir. Los sacrificios tienen que ser compartidos. En el caso de España, el modelo de Estado es insostenible, pero no por la descentralización, sino por las duplicidades, por el clientelismo político, por el parasitismo de ciertos funcionarios. Las entidades financieras rescatadas con fondos públicos tienen que ser estrechamente vigiladas y los sueldos de sus directivos moderarse notablemente, así como adelgazar sus consejos de administración. Una enseñanza y una sanidad de calidad requieren una racionalización en el empleo de los recursos. Es puro sentido común. Hay que fomentar el espíritu cívico y la solidaridad interregional, pero con lealtad, contribuyendo cada uno en la medida de sus posibilidades, sin concesión alguna a la picaresca, que tanta gracia hace inexplicablemente a algunos. Eso está bien para leer a Quevedo o el Lazarillo, pero poco más.
Es verdad que las civilizaciones terminan agotándose y desapareciendo. La Historia está llena de ejemplos. Pero el potencial europeo es aún inmenso. Más aún: la libertad no puede morir, porque eso significaría el fin del hombre. Y Europa, con todas sus sombras, es sinónimo de libertad, aun con sus limitaciones, que son todavía muchas. Para traducir ese potencial en algo real y concreto hay que refundar Europa de nuevo, asentarla sobre bases nuevas. Eso significa que no basta con aplicar criterios político-económicos. La regeneración de los valores culturales, morales y espirituales es en este sentido indeclinable. De lo contrario Europa volvería a engañarse a sí misma, y el tiempo histórico se nos está acabando de verdad. Ese gran europeo que fue Stefan Zweig creyó en Petrópolis, en 1942, que Europa no tenía salvación. No permitamos que sus temores se cumplan definitivamente. No permitamos que su trágica inmolación haya sido en vano.