Ayer tomaba posesión de la diócesis en la hermosa catedral de Sigüenza, hoy tengo la dicha de presentarme ante vosotros en esta espléndida Concatedral de Santa María de la Fuente de Guadalajara. Al comenzar mi ministerio pastoral en la diócesis, permitidme que salude con gratitud especial a Don José Sánchez, vuestro obispo y amigo durante estos últimos veinte años. Él os ha servido con dedicación, constancia y entrega generosa, mostrándoos a Jesucristo como el único salvador del mundo y como camino seguro para el encuentro con el Padre. Como vosotros, siempre he admirado en él su celo apostólico, su amor a la Iglesia, su libertad de espíritu y su amistad sincera. Por todo ello, ayer le decía en Sigüenza y, hoy, se lo repito en Guadalajara: Aquí, querido Don José, tendrá siempre los corazones dispuestos para la acogida y una casa en la que vivir cuando usted lo considere oportuno. Estaremos siempre muy gozosos de tenerle entre nosotros.
Quiero saludar también con especial afecto a Don José Vilaplana, Obispo de Huelva, y a Don Antonio Algora, Obispo de Ciudad Real que, movidos por la amistad y el cariño, han querido acompañarnos en esta concelebración eucarística al no poder estar ayer en la catedral de Sigüenza debido a sus compromisos pastorales.
Saludo asimismo al Señor Alcalde de Guadalajara, a los miembros de la Corporación Municipal y a las demás autoridades que nos honran con su presencia. A ellas les prometo mi leal colaboración en la búsqueda del bien común. Mi saludo también para los sacerdotes, religiosos, seminaristas y cristianos laicos, que me habéis acompañado con vuestra oración desde el día de mi nombramiento como obispo de la diócesis y que seréis conmigo colaboradores en la gozosa misión de evangelizar. Con profunda gratitud, saludo a mi madre, hermanos, familiares y amigos, que siempre me han acompañado en el camino de la vida y a quienes tanto debo por su cercanía y cariño. Y, como no podría ser de otra forma, envío también mi saludo afectuoso a las monjas contemplativas, a los enfermos e impedidos y a cuantos por otras razones no pueden acompañarnos físicamente en esta celebración.
Este cuarto domingo de Cuaresma recibe el nombre de “domingo Laetare”, pues nos anuncia la proximidad de la Pascua, una vez que ya ha transcurrido la mitad del tiempo cuaresmal. Se nos invita a la alegría porque el Señor viene a iluminar con la claridad de su presencia nuestras vidas y nuestro camino hacia la Pascua de su Resurrección. Para manifestar esa alegría, la liturgia, en medio de la austeridad cuaresmal, permite en este día la utilización de la música instrumental y nos invita a adornar el altar con flores.
Este sentimiento de profunda alegría en el Señor es el que me embarga a mi en estos momentos. Me siento especialmente alegre por haber sido constituido hijo de Dios y miembro de la Iglesia de Jesucristo en virtud del sacramento del bautismo. Experimento la alegría de estar por primera vez entre vosotros compartiendo y celebrando la misma fe en Jesucristo muerto y resucitado por la salvación del mundo. Él ha de ser la fuente de mi ministerio entre vosotros y Él ha de ser también la meta hacia la que todos orientemos nuestros pasos. Esta alegría se concreta hoy de un modo especial para mí, porque a pesar de mis muchas limitaciones, el Señor me envía a esta Iglesia particular de Sigüenza-Guadalajara para estar a vuestro servicio, contemplándole siempre a Él, que no vino a ser servido sino a servir y a entregar su vida por todos.
Pero, junto a la alegría por ser hijo de Dios y por la pertenencia a una Iglesia de Santos, debo manifestaros que hoy me sucede algo similar a lo que le ocurría al ciego del Evangelio, que tuvo la dicha de encontrarse con Jesús y recibir la curación de su ceguera. Acabo de llegar a la diócesis y aún no os conozco personalmente a ninguno de vosotros; tampoco conozco la extensa geografía diocesana ni a los hermanos en la fe, que viven en los pequeños pueblos de la misma. En teoría conozco los proyectos pastorales que se han llevado a cabo en la diócesis durante los últimos años, pero no sé el grado de aplicación de los mismos en las parroquias y arciprestazgos.
¿Qué hacer ante estas oscuridades?. Solamente se me ocurre una cosa. Actuar como el ciego del Evangelio. Postrarme ante el Señor en actitud de adoración y confesarle como el Hijo de Dios, la verdadera “luz del mundo”, teniendo en cuenta que solo Él puede iluminar mi ceguera en estos primeros pasos en la diócesis y en el futuro. Estoy convencido de que, si pongo mi confianza en Él y me dejo conducir por sus palabras de vida, cada día encontraré la luz necesaria para contemplaros a cada uno como hermanos, para acoger con gozo vuestra inestimable colaboración en la acción evangelizadora de la Iglesia y para asumir que es Él, sobre todo, quien debe realizar su obra en el corazón de cada uno de nosotros mediante la acción constante del Espíritu Santo. Esto me exigirá pararme con frecuencia a contemplar y meditar la Palabra de Dios con el fin de que se cumpla siempre su voluntad.
Vivimos en unos momentos, en los que descubrimos caminando a nuestro lado a muchos cristianos, que son auténticos testigos de la luz y que nos iluminan con el testimonio de sus obras y palabras. Pero, si nos fijamos, también vemos que existe mucha oscuridad y mucha ceguera en nuestro mundo. En la lejanía percibimos enfrentamientos, hambre, guerras, catástrofes naturales y muerte, mucha muerte inocente. En el ambiente en el que nos movemos, encontramos a muchos hermanos que no han descubierto a Jesucristo como la luz verdadera. Aunque en ocasiones confiesan creer en Él, sin embargo viven y actúan como si realmente no existiese. Tienen necesidad de la luz, pero prefieren vivir en la oscuridad de los criterios del mundo y en el relativismo cultural. Tienen miedo a encontrarse con la verdad de sí mismo o piensan que, si se encuentran con ella, les va exigir un cambio profundo de actitudes y comportamientos, y no están dispuestos a dar el paso.
Pero estas oscuridades y cegueras, que descubrimos en nuestro mundo, también pueden afectarnos en algún momento a quienes nos confesamos seguidores de Jesús. Estamos en el mundo y, por lo tanto, todos corremos el riesgo de dejarnos deslumbrar por los progresos de la técnica, por los criterios de los poderosos y por las modas del momento. Por ello debemos estar siempre vigilantes y en actitud de sincera conversión al Señor, teniendo en cuenta que en el bautismo hemos sido injertados en Cristo, luz del mundo, para caminar por la vida como hijos de la luz en justicia, bondad, verdad y santidad.
Ante esta constatación, lo más oportuno es aceptar que la ceguera del mundo también nos afecta a nosotros y que, en ocasiones, nos falta la luz verdadera para el camino. El reconocimiento de la ceguera es la condición necesaria para asumir la realidad y para acoger a Cristo que quiere iluminar nuestras vidas. En cambio, pretender saberlo todo acerca de Dios y del mundo, rechazando la luz que viene del Padre, como hicieron los escribas y fariseos, eso va en contra de la voluntad divina. El verdadero pecado del hombre consiste en preferir las tinieblas a la luz, es decir, cerrarse a Cristo que se revela como plenitud de Verdad y de Vida para todo ser humano.
En medio de nuestras oscuridades, como los ciegos curados por Jesús durante los años de su vida pública, debemos descubrir la presencia del Señor en medio de nosotros. Él, resucitado de entre los muertos, no sólo vive y actúa en el mundo, sino que sale a nuestro encuentro constantemente a través de su Palabra para iluminar los pasos del camino y se entrega a nosotros en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía, para fortalecer nuestras rodillas vacilantes con el alimento de su Cuerpo y de su Sangre.
Acompañados por María, a quien veneramos en este templo en el misterio de su Asunción, bajo el título popular de Santa María de la Fuente de Guadalajara, y a quien veneráis también como Patrona de la Ciudad, bajo la advocación de la Antigua, prosigamos el camino de conversión, especialmente indicado en este tiempo cuaresmal, para gozar con Ella de la vida y del triunfo de su Hijo sobre el poder del pecado y de la muerte. Así, iluminados por la luz radiante de la Pascua, podremos permanecer siempre como hijos de la luz y ofrecer esa luz a quienes contemplen nuestras buenas obras.
+ Atilano Rodríguez
Obispo de Sigüenza-Guadalajara