Por Ignacio Sánchez Vicente.- La desolación latente el jueves en los rostros de los trabajadores de La Voz de Asturias, ante la constatación de que todos los esfuerzos hechos para mantener una cabecera a cuyo amparo se han desgranado 89 años de compleja historia de nuestro Principado han sido vanos, no sólo expresa lógicos sentimientos profesionales y humanos ante un escenario de incertidumbre y pérdida de estabilidad.También es el mejor reflejo de una sociedad que no logra asir con firmeza el timón de su andadura y pierde, casi a diario, los instrumentos necesarios para mantener su coexión, pulsar sus inquietudes y expresar sus criterios, anhelos y esperanzas.
Llegué a La Voz de Asturias allá por el año 1980, y en ella ejercí la mayor parte de mi profesión periodística hasta el año 2010. En esas tres décadas, el diario vivió distintas etapas y tuvo, es evidente, aciertos y fracasos. Pero para miles de asturianos fue, en sus 89 años, una voz distinta, alternativa, complementaria o única, según la óptica de cada lector.
Que La Voz de Asturias haya enmudecido no es bueno para sus trabajadores, pero tampoco es bueno para Asturias. Cada visión distinta de la realidad, cada análisis, cada información, pueden gustarnos o no, según coincida su sesgo con nuestros particulares, e incluso generales, intereses, concepciones o valores. Pero es, sin duda, necesaria. Cuantos menos puntos de vista se aportan a una discusión más pobre es ésta. La discrepancia es un acicate contra el conformismo. Y la controversia es una garantía de libertad, si es que ella nos interesa realmente.
La Voz no llegó hoy a su cita con Asturias. Y Asturias, por ello, es un poco menos grande.