El Ejército Libre de Siria, la facción armada desertora que defendía el lugar de la incursión oficialista, había dado la orden de retirada y todos sabían que era un suicidio quedar a merced de las huestes de la IV División de Infantería Mecanizada, famosa por su crueldad, a cargo de la incursión terrestre y con la misión, según la dictadura, de “limpiar” el suburbio más orgulloso de Homs. Para aquellos que habían logrado resistir lo indecible, era el momento de abandonar Baba Amr.
Wael, con el brazo derecho destrozado durante el ataque contra el centro de información –era el traductor de los dos periodistas del Sunday Times, la fallecida Marie Colvin y el reportero herido Paul Conroy- se sumó a un grupo formado por unas 400 personas, muchos de ellos desertores, y 60 heridos en el arrabal de Sultaniya, donde ya se concentraba una parte de la población civil de Baba Amr pero igualmente asediado y bajo las bombas. “Se trazaron dos planes de huida, uno para los heridos y otro para el FSA”, explica el joven. El primero consistía en romper las líneas sirias por la fuerza, abriendo una brecha que permitiese salir a los heridos. “Lo intentamos, y estalló una enorme batalla. Las bengalas sobrevolaban nuestras cabezas iluminando el cielo como si fuera de día. Había nieve, y la gente caía desplomada a mi alrededor”, recuerda Wael como si repasase una película. “Caían morteros, llovían las balas… Yo intentaba rescatar gente, hubo muchos heridos. Tres de mis familiares murieron, al menos 13 personas quedaron perdidas. Desconocemos si murieron o si fueron detenidos por los militares”.
Entre la 1 y las 5 de la mañana, Wael tiritó de miedo y frío bajo las balas en el descampado nevado por donde se había decidido intentar la huída. “Era una zona abierta, no había donde refugiarse”, recuerda mientras se palpa la herida, recién operada, de forma distraida. Milagrosamente, sobrevivió. No era la primera vez que desafiaba a la muerte ni sería la última. Tampoco era el primero en intentar escapar del cerco medieval impuesto por las autoridades sirias: como él, ante la perspectiva de la invasión terrestre, miles de civiles llevaban días abandonando los barrios más atacados de Homs aprovechando las pausas de los combates, corrompiendo a los soldados de los puestos de control, arrastrándose por cañerías y deslizándose entre las posiciones militares hasta abandonar los distritos de Baba Amr, Sultaniya y Jobar, tomados por el Ejército sirio, para ampararse en la relativa seguridad de la campiña, controlada por el Ejército Libre de Siria.
Wael había intentado salir de Baba Amr la noche anterior, junto al grupo de 50 civiles y guerrilleros –en el que se incluían cuatro periodistas extranjeros- que trataron de evadir el asedio mediante el túnel de tres kilómetros que aliviaba el cerco militar permitiendo la entrada de suministros básicos a la castigada población. Pero el ataque contra el mismo hizo que el joven de 31 años, hoy postrado en un hospital de Trípoli, al norte del Líbano, tuviese que recular al barrio en un trayecto surrealista. “Ha sido un paseo por el valle de la muerte”, asegura.
Cuando su primer intento de fuga quedó abortado por una lluvia de munición, se replegaron al hospital de campaña de Sultaniya, donde Wael terminó prestando auxilio a otros en peor situación que él. “Ya no quedaban doctores ni enfermeras, el personal médico había evacuado”. Mientras, el FSA emprendía su segundo intento de fuga: “Se trataba de salir por una canalización de agua, llevando consigo sus armas y municiones. La carga era muy pesada”. La vía estaba vacía porque, en su política de castigo colectivo contra la población, el régimen mantenía cortado el suministro. Hasta que supo de la aventura de los desertores. “Accionaron el agua, que comenzó a inundar la cañería. Los soldados tuvieron que replegarse, porque el agua les llegaba a la nariz. Al menos tres fallecieron ahogados”, explica ante el asentimiento de Omar Shakir, uno de los activistas del centro de información de Baba Amr, que también escapó del cerco.
Shakir salió por el túnel que servía para infiltrar suministros, como lo hicieron otros muchos residentes de Baba Amr que hoy convalecen en los hospitales del norte del Líbano. Fueron afortunados: el régimen descubrió la argucia y bombardeó en repetidas ocasiones la antigua canalización, dejando cadáveres atrapados en su interior y obligando a los últimos residentes a emprender una odisea incierta.
Cuentan los supervivientes que, de los escombros a los que había quedado reducido el barrio, se desprendía el inconfudible olor de la muerte, producto de las incontables víctimas que fallecieron aplastadas por sus viviendas en los bombardeos y cuyos cadáveres no pudieron ser rescatados. El frío era atroz: los copos de nieve se posaban sobre las ruinas. Entre los últimos residentes en abandonar se encontraba Ahmed Abu Berri, obrero convertido en paramédico del hospital de campaña del barrio que, a medida que aumentó la crudeza de la ofensiva, decidió tomar las armas y se terminó convirtiendo en “el líder militar de la zona Este”, confiesa hoy tumbado en una cama de hospital, con el pie derecho destrozado por tres balas explosivas.
“Tenía 34 desertores y 41 civiles a mi cargo”, explica mientras se acomoda su característica kefiya negra y amarilla en la frente. “Sólo cinco metros nos separaban del Ejército de Assad, pero mientras defendimos la calle Brasil [línea de frente] no pudieron avanzar”, dice con orgullo.
Durante 26 días de bombardeos, Abu Berri había compaginado el hospital de campaña –a esas alturas el segundo, ya que se había abierto otro a cargo del doctor Mohamed al Mohamed, un teniente médico desertor- con los combates, que se desarrollaban a pocos metros de la clínica clandestina. “La bombardearon tres veces”, explica. Pero el día 28 de febrero, la herida que hoy le postra le obligó a cambiar de planes. “Un francotirador disparó a una mujer en el vientre, delante mía. Me escondí para matarle, y cuando lo hice fui hacia la mujer para rescatarla. Escuché el sonido de una ametralladora y sentí como una descarga eléctrica en el pie”, dice señalándose a la extremidad hoy fijada mediante hierros. La foto que muestra en su móvil revela tres considerables agujeros en el mismo pie que hoy le mantiene tumbado en una cama.
Abu Berri asegura que fue el último en salir por el túnel. “Me llevé a cinco heridos, los últimos pacientes de mi hospital, conmigo. El día anterior habían atacado el túnel con explosivos y había trayectos impracticables”. Pese a sus heridas lograron llegar al final del mismo: a 200 metros estaba situada una posición militar. “Tratábamos de no movernos para que no nos detectaran. Dios nos iluminó para salir. No hay otra explicación”, dice con convicción. Mientras, en el vecino barrio de Sultaniya, Wael se decidió a tratar de huir junto a otros ocho heridos a pie. “Algunos se pusieron abayas para ser confundidos por mujeres si nos encontraban”, rememora. “Al principio caminábamos por los acequias, muy cerca de las posiciones militares, tratando de no hacer ruido.
Llegamos a cruzar siete puestos de control. Para evitar toparnos con los militares andamos 10 kilómetros, tomando caminos inhóspitos, en lugar de la vía más recta, que sólo mide dos kilómetros: tardamos dos días en alejarnos del barrio”. En una de sus últimas paradas, Wael recuerda haber dormido a 20 metros de un puesto militar. “Si me hubiera asomado por la ventana, les podría haber saludado con la mano”, dice entre risas.
Abu Berri puntualiza que la estampida general se produjo el día 27, cuando “el Ejército de Assad exigió por megafonía que salieran todas las familias de Sultaniya. Ya tenían medio controlado el túnel y las granjas, y la gente sólo tenía una vía para salir: la que había dejado el Ejército. Se trata del checkpoint de Naqira”. Aquella misma tarde, centenares de personas se dirigieron hacia la posición. Uno de los primeros grupos fue parado por el Ejército: según los activistas todos los varones de más de 13 años fueron ejecutados, mientras que las mujeres y los niños fueron obligados a abordar autobuses con destino incierto. La voz se extendió rápidamente, empujando a los civiles a buscar otras vías de escape.
Si, semanas antes, la población de Baba Amr había decidido no abandonar, ya fuera por proteger o sentirse protegida por el FSA o por ausencia de un sitio a dónde ir, tras 27 días de bombardeos la certeza de que se aproximaba la incursión terrestre vació el barrio de gente.
“Devastación, destrucción, es algo inimaginable. Abandonamos Baba Amr a las 05.00 de la madrugada, hacía muchísimo frío. Estos niños son de los vecinos, esperemos que podamos encontrar a sus padres. Nos temblaban las rodillas. Salimos con un hombre de 90 años cuando los soldados estaban saqueando las casas. Solo vimos dos cadáveres en las calles, pero estaba demasiado oscuro y estábamos demasiado asustados para mirar”, explica esta residente de Baba Amr. “Hay muchísimas familias atrapadas bajo los escombros tras los bombardeos. Desconozco donde están algunos miembros de mi propia familia”.
Lo mismo le ocurre a Abu Mohamed, un paciente al que tres proyectiles de una batería antiaérea alcanzaron en el muslo derecho. “Estaba distribuyendo suministros en casas cuando ví que una persona resultaba herida. Intenté rescatarle y me alcanzaron”. El herido “quedó acribillado” y él fue evacuado a un hospital donde permaneció una semana. A medida que avanzaba la ofensiva, decidió salir junto a otros tres heridos, una travesía de “barrio en barrio y de pueblo en pueblo” que terminó en la frontera del Líbano.
Muchos han criticado que el FSA aceptara replegarse, sabiendo que eso condenaría a los residentes a las represalias del régimen. “Había mucho bombardeo, faltaban municiones y se prefirió dejar lo poco que quedaba para proteger la huída”, explica Abu Omar, un desertor convaleciente. “La verdadera razón es que el FSA perdió muchos hombres”, confía Abu Berri. “27 días de bombardeos les desmoralizaron. Veíamos cosas terribles todos los días. Yo no sólo combatía y atendía a heridos, también recogía restos humanos. Ojos, vísceras, cosas que no podía ni identificar… Lo peor que vi fueron mujeres partidas en dos. Nadie más tenía entereza para encargarse de ese tipo de labor”.
Los últimos días, la ofensiva militar fue desquiciada. El objetivo era permitir una entrada terrestre sin combates ni bajas, y para ello “si antes usaban munición que tiraba una planta de un edificio, al final utilizaban proyectiles que tiraban tres plantas”, explica sheikh Raed, un clérigo local que terminó sumándose a los desertores del FSA. Sheikh Raed sólo se marchó cuando resultó herido, un día después de la orden de retirada de Baba Amr. “Nos fuimos un grupo de 50 personas. Fue un trayecto de siete kilómetros a pie por caminos intransitables, con muchas paradas para no ser detectados: tardamos más de cuatro horas. Teníamos que atravesar las líneas del Ejército y aprovechábamos la noche para hacerlo, cuando los soldados dormían. Pero en una ocasión nos vieron y empezaron a dispararnos. Me alcanzaron y me tuvieron que evacuar”, detalla Sheikh Raed.
“Entre el 28 de febrero y el 1 de marzo salimos todos los que quedábamos en Baba Amr, excepto 200 familias que no pudieron marcharse porque tenían a su cargo a gente impedida. Decían que ellos no tenían nada que temer porque no estaban vínculados al FSA, y ahora están siendo masacrados. El Ejército llegó a ejecutar a los heridos que encontraon en el hospital de campaña”. Otros activistas elevan la cifra de residentes que permanecen en el barrio a 2.000 personas -antes tenía una población de 28.000- y coinciden en que el Ejército de Assad, hoy a cargo del sector más rebelde de Homs, está cometiendo matanzas, lo que explicaría que no se permita el acceso a la Cruz Roja Internacional.
En otra habitación yace Mohamed Sabouh, con un brazo partido por un bombardeo. El 23 de febrero, este desertor decidió salir de Baba Amr para recibir asistencia médica en el Líbano, dejando a su familia paterna atrás. Lo que no sabría es que el día 1 de marzo los perdería a todos. “No sabemos exactamente qué ocurrió”, aduce. “Los vecinos nos contaron que el Ejército llegó y se llevó los vehículos para que no pudieran huir; dos días después volvieron y los mataron a todos”. El se enteró por televisión: un reportaje de Addunia TV, uno de los canales del régimen, emitido el pasado día 5 se hacía eco de la última matanza de los terroristas: en las imágenes se veían los cadáveres de los 19 familiares de Mohamed, entre ellos su padre, abuelo, cuatro tíos y sus respectivas familias acribillados. Ocho de los 19 eran menores de 18 años; el más pequeño era un bebé de 12 meses. “Habían dejado una pintada donde la Brigada Farouk [del FSA] se responsabilizaba de la matanza. Y eso es mentira”, aduce. El FSA terminó de retirarse de esa zona, recuerda, antes de que la masacre tuviese lugar.
Era la segunda vez que la familia Sabouh sufría la violencia del régimen: días antes, otros seis miembros de la familia habían sido ejecutados en su casa, también en las granjas. Omar Shakir detalla otros crímenes, ejecuciones públicas y violaciones de mujeres en Baba Amr -los activistas denuncian que todas las féminas que habitaban en el refugio de la calle Al Holani fueron agredidas sexualmente- a manos de tropas gubernamentales. “Se están produciendo verdaderas matanzas, y nos cuentan los vecinos que el Ejército se lleva los cadáveres en camiones”, dice. Cada día se revela el apellido de otra familia asesinada por no entregar a algún varón buscado por las fuerzas de seguridad, como Jansiz, Biriny, Tahhan, Swian, Zoubi o los Rifei, con 20 miembros caídos de una vez tras la caída de Baba Amr. Se teme que los cadáveres estén en fosas comunes que costarán ser localizadas. “Volveremos, y entonces encontraremos las pruebas de lo ocurrido”, promete Omar Shakir. “Tendrán que pagar por ello”.