Queridos hermanos y amigos: paz y bien.
Cada día mueren miles y miles de personas, y porque la muerte forma parte paradójicamente de la vida, no nos solemos sobresaltar por el dato. Salvo que la esquela lleve un nombre de alguien cercano o querido, porque entonces la muerte nos enseña su zarpa y deja marcado el rasguño de su impostura en nuestras entrañas. Pero hay también, de vez en cuando, muertes que podríamos llamar “emblemáticas”, muertes que nos sobrecogen por su absurdo más imprevisto, más impensable y menos de recibo. No es el caso de un accidente o una enfermedad, sino el haberse dejado morir cuando parecía que todo conspiraba para poder seguir viviendo.
Estos días atrás nos hemos enterado del fallecimiento de una cantante famosa: Whitney Houston. La belleza de su voz tan llena de fuerza y de talento, bien encajada en su hermosura encantada, hubiera asegurado una vida no sólo premiada, sino serena y gozosa, con todo cuanto se podría en principio tener para vivir dichosamente la existencia. Quien fuera una de las más importantes cantantes de gospel y de música pop y soul durante varias décadas, de pronto ha enmudecido su voz para siempre y ha quebrado su cuerpo hundido en un naufragio de bañera.
Vienen a la memoria otros casos de personajes que por mil razones han malogrado su vida, no como desesperado desenlace de tenerlo todo al revés y cuesta arriba, sino como fruto de no saber dar con lo que permite ver las cosas y vivirlas de un modo agradecido, gratuito, de no haber encontrado lo que no cabe en una cuenta bancaria, en un éxito de popularidad, en unos dones naturales de excepción.
Las fotografías que han circulado en estos días sobre Whitney Houston contrastan entre la sonrisa glamourosa de alguien aparentemente feliz y afortunada, con el rictus de dolor, de desvarío, de carcoma, que los desamores, los infortunios, el alcohol y las drogas terminaron por dibujar fatalmente.
No dejamos de conmovernos por tan triste deriva. Rezamos por esta mujer y pedimos para que su encuentro con Dios sea un estreno eterno con la belleza que jamás se marchita, ni traiciona, ni destruye, sino que cumple del todo y para siempre la felicidad para la que también ella fue pensada, fue creada, fue esperada y redimida.
Dios acoge y escucha nuestros gritos y plegarias, los que logramos expresar con serena piedad y los que lanzamos a los vientos sin saber que los dirigimos a quien sólo nos puede escuchar sin engaño. El Papa recordaba recientemente cómo el salmista reza “«Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (Sal 22, 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito. Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle”.
Cada mañana volvemos a comenzar la aventura de una jornada todavía no escrita. Lo podemos hacer siendo rehenes de nuestros fantasmas, de nuestras deudas y fracasos, de nuestros escepticismos y nuestras trampas. Esto nos llevará a vivir las cosas con una insoportable fatiga, abrumadora, que nos irá empujando a buscar sucedáneos falsos con los que evadirnos, engañándonos en la quimera de cada mentira. Pero también podemos comenzar el día sabiéndonos pobres, mendigos, incapaces de cambiar siquiera el mundo que tenemos bajo los pies. Y no obstante, sabernos mirados por Dios, queridos y esperados por Él, que acompaña cada paso, enjuga cada lágrima y brinda por cada sonrisa.
La cantante Houston se preguntaba en una canción ¿cómo podría conocer? (How Will I Know), y esto es lo que a tientas ha ido buscando de tumbo en tumbo. Pero hay Alguien más grande que nuestras torpezas o extravíos que nos conoce y que sale a nuestro encuentro. Es el Amor más grande de todos (Greatest Love Of All), como ella también cantó. Ella corrió hacia Él (Run to You) a pesar de sus notas fallidas. Su concierto eterno ha comenzado. Descanse en paz.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo