Por un joven español que ya ha vivido demasiadas vidas
Nací a finales de los noventa, o a principios de los dos mil, como muchos de mis amigos. Pero siento que he envejecido a una velocidad que no se puede medir con calendarios. No es solo que haya pasado el tiempo. Es que, en estos últimos años, ha pasado de todo. Tanto, tan rápido, tan profundamente, que me cuesta recordar cómo era vivir sin sobresaltos.
Nosotros no maduramos. Nos moldeó el caos.
Primero fue el silencio. Y el encierro.
Tenía veinte años cuando se detuvo el mundo. Literalmente. En marzo de 2020, el planeta cerró. De un día para otro nos convertimos en prisioneros de nuestras casas, de nuestras pantallas, de nuestras propias mentes. La pandemia nos robó la juventud a cambio de una lección brutal: la seguridad es una ilusión.
Aprendimos a convivir con la muerte en las estadísticas diarias. Perdimos abrazos, trabajos, fiestas, abuelos. Descubrimos el miedo a lo invisible y también a lo visible: gobiernos improvisando, hospitales colapsados, calles vacías. Fue el primer cataclismo. Luego vendrían más.
Después, la nieve. Filomena.
Pensábamos que las nevadas épicas eran cosas de Canadá. Hasta que Madrid se convirtió en Laponia. Filomena fue algo más que un temporal: fue el segundo aviso de que las cosas estaban cambiando, de que los extremos ya no son excepciones, sino el nuevo patrón.
Días sin poder salir de casa, coches enterrados, calles impracticables. Aprendimos que la naturaleza no solo era hermosa o temible: era impredecible. Y nosotros, diminutos frente a ella.
La guerra volvió a Europa. La paz ya no es lo normal.
Y entonces, mientras aún lidiábamos con mascarillas y rebrotes, estalló una guerra a las puertas del continente. Ucrania. Tan lejos y tan cerca. Tan siglo XX y tan actual. Porque no fue solo una guerra de tanques y soldados. Fue la confirmación de que el orden mundial había reventado.
Nos dijeron que vivíamos en el mejor momento de la historia. Y sin embargo, vimos precios desbocados, miedo nuclear, refugiados de nuevo. Nunca habíamos vivido una guerra en directo, y de pronto éramos generación post-pandemia y generación post-paz.
Y ahora, el apagón.
El 28 de abril de 2025 ya está en nuestra memoria. España a oscuras. Literalmente. Asturias entera sin luz. El AVE parado. Las calles en silencio. Como un eco distorsionado del encierro de 2020. Pero más inquietante aún, porque esta vez no había nadie al mando. Fue como si el país entero se desenchufara del mundo durante horas.
Y en ese apagón, muchos descubrimos una verdad incómoda: todo lo que creemos sólido, depende de un cable.
Hemos visto morir a tres Papas. Y nacer una nueva religión: la Inteligencia Artificial.
Sí, suena exagerado. Pero es real. Ratzinger renunció. Francisco llegó. Y en medio, otra transición espiritual: la fe en la tecnología. Lo que antes era ciencia ficción ahora responde al teléfono, escribe artículos, analiza juicios o detecta enfermedades.
Pero también puede reemplazar empleos, manipular imágenes, decidir préstamos o crear guerras digitales. ¿Estamos preparados? No. ¿Podemos ignorarlo? Tampoco. La IA no viene. Ya está aquí.
¿Y cómo se vive, entonces?
La verdad es que no vivimos como soñábamos. Vivimos como podemos.
Con el móvil en una mano y la ansiedad en la otra. Con la sensación constante de que algo más está a punto de pasar.
Los más jóvenes de la historia reciente de España no soñamos con estabilidad. Soñamos con adaptabilidad. Con poder cambiar de país, de trabajo, de opinión, de identidad. Porque todo cambia. Todo se rompe. Todo se reinventa.
¿Qué será lo próximo?
No lo sé. Un colapso climático. Una caída total de internet. Un conflicto en Asia. Una revolución social impulsada por una aplicación. Lo que sé es que no volveremos a vivir una “vida normal”. Porque la normalidad, como la entendieron nuestros padres, se ha extinguido.
Pero quizás esa es la clave: no sobrevivimos a las crisis. Nos hicimos con ellas. Aprendimos a vivir sin promesas, sin certezas, sin manual de instrucciones. Aprendimos que el fin del mundo, como lo conocíamos, ya ocurrió.
Y aquí seguimos.
Nos llamaron generación de cristal. Se equivocaron.
Somos la generación del caos.
Y hemos venido para quedarnos.