El viento helado se colaba por las esquinas del casco histórico de Avilés como un susurro invernal que quería colarse en una noche de primavera. Eran pasadas las ocho de la tarde y el cielo, que había sido un cubo de agua volcado sin miramientos durante buena parte del día, parecía, de repente, haberse cansado. Un orbayo tímido se quedó suspendido en el aire como si supiera que esa noche no podía arruinar el milagro: el Santo Encuentro.
La plaza de España se fue llenando sin estruendo. Familias enteras, ancianas con rosarios entre los dedos, niños callados, teléfonos móviles apagados por pudor, y en cada rostro, el mismo gesto: respeto. No era un acto más, era el corazón mismo de la Semana Santa avilesina latiendo al unísono. Aspirando a ser Fiesta de Interés Turístico Nacional, sí, pero ya siendo —para todos los presentes— una fiesta del alma.
Desde el balcón noble del palacio de Ferrera, un hombre de negro se inclinaba ligeramente hacia la multitud. Andrés Fernández Díaz, vicario judicial adjunto del Arzobispado de Oviedo, alzaba la voz con serenidad y fuego. No mencionó la lluvia, aunque todos la teníamos aún pegada a los zapatos y al recuerdo. Habló de otra tormenta: la del alma humana.
—"Jesús, transforma el corazón endurecido de quien sólo sabe imponerse por la fuerza de las armas".
Era un sermón, sí, pero sonó a oración colectiva, a grito sin rabia, a susurro de consuelo. En ese momento, miles de avilesinos —callados, estáticos, mojados por dentro o por fuera— miraban hacia arriba. Y lo hacían como quien espera una señal.
Y entran en escena los sanjuaninos…
El vicario, como si fuera el narrador de un acto teatral, rompió el silencio:
—"Y entran en escena los sanjuaninos".
Y entonces ocurrió algo asombroso: desde la calleja de los Cuernos, los primeros golpes de tambor comenzaron a retumbar. No eran estruendosos. Eran justos, medidos, casi íntimos. Y allí venía San Juan, sostenido por los más jóvenes de su cofradía. La imagen se mecía suavemente, como si también ella sintiera el aire gélido que recorría el Parche. Este año no pudieron recorrer el camino tradicional por unas obras. Da igual. San Juan llegó.
Galiana, cubierto de plástico, pero invencible
Unos minutos más tarde, por otro flanco de la ciudad, descendía desde la capilla del Carbayedo la imagen de Jesús de Galiana. Bajo un manto de plástico transparente —como si quisieran proteger algo que no necesita protección— avanzaba "Nuestro Jesús", como lo llamó el pregonero. Los componentes de la banda OJE Colloto hacían sonar trompetas y trombones, dibujando una música que calaba más que la lluvia.
La cofradía avanzaba con paso firme. Cuidaban cada movimiento, cada silencio. En sus rostros, no había espectáculo: había entrega.
Y en el centro de todo… Ella
Y allí estaba ella, la Dolorosa, esperando en el centro de la plaza. No decía nada, claro, pero todo el mundo sabía que lo decía todo. A su lado, costaleros que llevaban horas preparándose, sabiendo que la Virgen pesa, pero lo que pesa más es el honor de cargarla. Su paso, el más voluminoso de la Semana Santa avilesina, lo sostienen 32 almas. Ninguno se queja. Todos lo viven.
El momento: cuando tres miradas se cruzan
Y entonces ocurre el milagro escénico, emocional, espiritual. El Encuentro. Tres imágenes. Tres caminos que convergen. Miles de corazones que enmudecen. La banda calla. El viento, por una vez, parece respetar.
Y Fernández Díaz dice:
—"Antes se cansan los malos del mal que Jesús del bien".
Entonces comprendí algo. Aquello no era una representación. Era un espejo. De fe, de dolor, de esperanza. Una coreografía silenciosa que solo puede brotar de la tierra donde la tradición se convierte en identidad.
Cuando la lluvia no cae… y la fe se queda
El agua respetó el momento. No llovió. O, si lo hizo, fue por dentro. Porque aquella noche, bajo el cielo asturiano, los avilesinos no se mojaron… se empaparon de fe.
Salí de allí sabiendo que no había presenciado un acto litúrgico. Había asistido a una escena eterna. A la representación de una ciudad que se mira en sus pasos. A un instante en el que la historia, la fe y la emoción se dieron la mano.
Y me fui repitiendo las palabras del vicario como si fueran una promesa:
—"Tú que nos escuchas esta tarde, toma tu cruz y sigue tu camino, porque llegarás a la vida eterna."
Y en Avilés, esa noche, la eternidad pasó muy cerca. Siéntela aquí: