El Nobel que no se callaba nada: Las luces y las sombras del hombre que quiso escribirlo todo, incluso su propia vida

El Nobel que no se callaba nada: Las luces y las sombras del hombre que quiso escribirlo todo, incluso su propia vida

Fallecido a los 89 años, Mario Vargas Llosa deja tras de sí un legado literario inmenso y una biografía salpicada de amores insólitos, rupturas públicas, batallas ideológicas y un exilio interior que nadie supo narrar tan bien como él mismo.

 

Mario Vargas Llosa murió el pasado 13 de abril, sin pompas ni cámaras. Así lo quiso. Sin homenajes inmediatos, sin discursos floridos. En sus últimos días, había vuelto al recogimiento del que nunca debió salir del todo. Aquel que frecuentaba en su casa de Barranco, entre la biblioteca de madera oscura y los recuerdos colgados de sus paredes. Los mismos muros donde escribió sus primeras novelas, donde vivió con Patricia, y donde sus hijos jugaban ajenos a que su padre ya era uno de los grandes del siglo.

Pero Vargas Llosa no fue solo el autor de Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros o La fiesta del chivo. Fue, sobre todo, una figura contradictoria, lúcida, provocadora, con un sentido brutalmente literario de la vida. Alguien que parecía escrito por sí mismo.

Un hombre que nunca se perdonó la tibieza

Los que lo trataron de cerca sabían que Vargas Llosa no entendía la neutralidad. Ni en la literatura, ni en la política, ni en la cama. Lo suyo era el todo o nada. De joven, fue comunista furioso; de adulto, liberal recalcitrante. De joven, fue el esposo escandaloso de su tía política. De mayor, el amante mediático de la reina del papel cuché.

Lo que pocos cuentan es que esa radicalidad no nacía del cinismo, sino de una pulsión íntima por tomar posición. No podía quedarse en la barrera. Tenía que luchar. Tenía que escribir. Tenía que amar, aunque eso significara destruir.

El amor como campo de batalla

Su historia con Julia Urquidi, la tía política con la que se fugó a los 19 años, lo convirtió en paria familiar y leyenda romántica a la vez. Fue ella quien lo introdujo en los círculos intelectuales de Lima, quien le enseñó a vivir como adulto en París, pero también quien —según él— intentó frenarlo cuando la ambición literaria empezaba a devorarlo todo.

Después vino Patricia. Su prima. La madre de sus hijos. La que aguantó medio siglo de desaires, de entregas al trabajo, de ausencias físicas y emocionales. La que lo sostuvo cuando fracasó en política, cuando lo criticaban por cada columna, cuando el Nobel no llegaba. Y la que, paradójicamente, fue desplazada cuando apareció Isabel Preysler.

Su idilio con la socialité más famosa de España —y viuda del marqués de Griñón— dividió a su familia, desencadenó su separación, y convirtió a un Nobel en protagonista de revistas del corazón. Para muchos, una humillación. Para él, “una etapa más de la vida”. Pero duró poco. Tras siete años, Preysler se marchó. Y él, por primera vez en décadas, se quedó solo.

Su entorno más íntimo cuenta que esa ruptura lo dejó devastado. Que volvió a leer a Tolstói, a Dostoievski, a Stendhal, como quien busca respuestas en los viejos sabios. Y que, en silencio, volvió también a pedir perdón. A su familia. A sí mismo.

El candidato que nunca quiso gobernar

En 1990, Vargas Llosa cometió lo que algunos llamaron “el gran error de su vida”: presentarse a la presidencia de Perú. Perdió frente a Alberto Fujimori en una campaña brutal, donde su defensa del liberalismo, la apertura económica y la libertad individual chocó con una población azotada por el terrorismo y la pobreza.

Fue una derrota dolorosa. Pero también una liberación. Años después confesó que nunca había querido realmente ser presidente. Que lo suyo era otra lucha. La de las ideas. La del lenguaje.

Lo que sí hizo fue convertirse en uno de los pocos intelectuales hispanoamericanos que jamás calló ante las dictaduras de izquierda o derecha. Desde Fidel Castro a Hugo Chávez, desde Pinochet a Putin. No buscaba aplausos. Buscaba coherencia. A veces la tuvo. Otras no tanto.

El padre que aprendió tarde a volver

Sus tres hijos —Álvaro, Gonzalo y Morgana— vivieron con él las luces del éxito y las sombras de su ego. Álvaro, el mayor, heredó su verbo. Gonzalo, su diplomacia. Morgana, su ojo artístico. Pero todos coincidían en algo: su padre era una fuerza de la naturaleza. Tan brillante como ausente.

Durante los años con Isabel Preysler, la relación se enfrió. Apenas hablaban. Él lo negaba en entrevistas, pero lo admitía en cartas privadas. Decía: “Hijos míos, estoy confundido. No me juzguéis aún”. Y no lo hicieron.

Cuando la separación llegó, fueron ellos quienes lo acompañaron. En sus últimos cumpleaños, ya muy debilitado, rodeado de nietos y de libros, volvió a ser aquel hombre que jugaba con ellos al fútbol en el jardín de Barranco. Patricia, incluso, volvió a aparecer en su mesa. No como esposa. Pero sí como faro.

El final que no escribió

Vargas Llosa murió como vivió: con el mundo mirándolo, y él mirando hacia dentro. No dejó una gran despedida pública. No quiso funerales de Estado. Su cuerpo fue incinerado en una ceremonia íntima, rodeado de quienes aún lo amaban más allá de sus errores.

Su último texto, dicen, no fue una novela ni una columna. Fue una carta manuscrita a sus hijos, que empieza diciendo: “Gracias por soportar al personaje. Gracias por querer al hombre.”

Entre la pluma y el caos, Mario Vargas Llosa fue más humano que genio, y más genio por haber sido tan humano.

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