Lo que los forasteros buscan en la Semana Santa asturiana y no encuentran en ningún otro lugar

Lo que los forasteros buscan en la Semana Santa asturiana y no encuentran en ningún otro lugar

Representaciones vivientes entre montañas, procesiones bajo el eco del Cantábrico, mantecados que huelen a infancia, huevos pintados que bendicen la primavera… La Semana Santa en Asturias es una liturgia sin espectáculo, profunda y verdadera.

 

La Semana Santa asturiana no se grita, se escucha. No se pasea, se recorre con el alma. En esta tierra de nieblas marineras y cordilleras que rozan el cielo, los días santos no son un desfile, sino una celebración íntima de los sentidos, donde lo sagrado convive con lo popular, y lo humano se funde con lo espiritual.

Vía Crucis en las montañas: Villanueva de Oscos

Cada Jueves Santo, cuando el sol empieza a hundirse tras los robledales de Villanueva de Oscos, todo el pueblo se transforma en Jerusalén. No es teatro, es devoción. No hay focos, solo la luz del ocaso y los cirios.

Los vecinos representan cada estación del Vía Crucis con una entrega que pone los pelos de punta, y los visitantes —incrédulos al principio— terminan guardando silencio y dejándose llevar por ese aire solemne que solo se respira aquí, a 700 metros sobre el mar, entre caminos de piedra y siglos de fe.

Procesión nocturna al borde del abismo: Luarca

En Luarca, el Nazareno sube hasta la ermita de la Atalaya en la noche del Jueves Santo. Sube en silencio, con el mar golpeando los acantilados bajo los pies, como un lamento antiguo. Las antorchas marcan el camino, los tambores retumban como un corazón herido, y los habitantes de esta villa marinera detienen el mundo mientras lo acompañan.

Aquí no se llora por costumbre. Se llora porque se siente. Y el que viene una vez, vuelve siempre.

Los Huevos Pintos de Pola de Siero: cuando la Pascua es arte y alegría

Si la Semana Santa asturiana es recogimiento, su colofón es pura explosión de vida. El martes después de Pascua, Pola de Siero se convierte en un museo viviente: las calles se llenan de huevos decorados con motivos políticos, tradicionales, religiosos y humorísticos. Algunos son pequeñas obras maestras que han tardado días en pintarse.

Pero lo mejor no es verlos, sino hablar con quienes los han hecho. Niños y abuelas, artistas y panaderos, todos cuentan con orgullo la historia detrás de cada huevo. Y es imposible no comprar uno como amuleto, como trozo de Asturias para llevar en el bolsillo.

La emoción del silencio en Luanco y Oviedo

La Semana Santa asturiana no teme al silencio. Al contrario, lo convierte en protagonista. En Luanco, la Virgen de los Dolores atraviesa las calles en la Procesión de los Callandinos sin una sola palabra. Solo se oyen los pasos sobre el empedrado y el crujir de las andas. Es sobrecogedor.

En Oviedo, la Procesión del Silencio del Miércoles Santo es de esas cosas que no se explican: se viven. El casco antiguo apaga su ruido. Se detienen los bares. La ciudad entera se contiene. Los capuchones avanzan con paso firme y los fieles —de cualquier edad y fe— se alinean en las aceras sin atreverse a romper el misterio.

Sabores que también procesionan: del mantecado avilesino al bollo de Pascua

Pocos visitantes saben que Avilés guarda uno de los secretos más dulces de la Semana Santa: el mantecado recuperado de la histórica confitería Gale. Hecho con mantequilla asturiana y azúcar glas, es un bocado que huele a recetas de abuela, a tardes de lluvia y brasero.

Y en toda Asturias, el Domingo de Pascua es día de regalos: los ahijados reciben el bollo de Pascua, un bizcocho mantecado envuelto en papel de colores y con la dedicatoria del padrino o la madrina. Es tradición, sí, pero también un gesto de amor que ha sobrevivido a generaciones y sigue emocionando.

La noche de los tambores en Villaviciosa

En Villaviciosa, la Semana Santa se escucha antes de verse. Cuando llega la noche del Sábado Santo, una oleada de tambores irrumpe en la plaza mayor y retumba en el alma de quien lo presencia. No hay coordinación, no hay guion, solo pasión desbordada. Y durante minutos —a veces horas—, los redobles hacen temblar las paredes y los corazones.

Es imposible no sentir que algo se rompe, que algo se libera con cada golpe. Como si con cada tamborazo, el pueblo arrojara fuera sus penas para recibir la luz del Domingo de Resurrección.

En Asturias, la Semana Santa no es un espectáculo. Es una revelación.

Quien viene buscando el barroquismo andaluz, no lo encuentra. Pero quien busca verdad, emoción sincera, cercanía sin artificios, se enamora para siempre. Porque aquí, entre mar y montaña, la Semana Santa no se representa: se transmite como se hereda un secreto antiguo.

Una vela que pasa de mano en mano. Una lágrima que no hace falta explicar. Una tradición que, año tras año, hace que hasta los forasteros se sientan en casa.

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