Por Rosa Martínez/UB.- «A los pies de la Gran Falla del Rift, ante los conocimientos y la sabiduría de un cazador recolector hadzabe o de un ganadero masai, los analfabetos somos nosotros», escribe el arqueólogo Jordi Serrallonga, miembro del Grupo de Estudios de Evolución de los Homínidos y otros Primates de la UB, en su último libro, África en 10 palabras. Mi manual de supervivencia en la jungla de asfalto (Plataforma Editorial). Experto en la búsqueda de los orígenes humanos, divulgador y guía científico, Jordi Serrallonga nos plantea un viaje al continente africano mediante diez palabras clave de origen suajili, la lengua franca que se habla en muchos países que atraviesan la Gran Falla del Rift, desde el mar Rojo hasta Mozambique. «La lengua que, por encima de etnias, culturas, creencias y fronteras —explica Serrallonga?, une a muchos de los pueblos del valle del Rift».Desde la cuna de la humanidad, bajo el juego aparente de las palabras escogidas por el autor, el libro nos invita a redescubrir un continente mítico y decisivo en la aventura evolutiva del Homo sapiens.
Empezamos con una palabra amable: asante, que en suajili quiere decir ‘gracias’. ¿Compartimos el mismo concepto sobre la gratitud y la generosidad que un guerrero masai? En otros tiempos, tanto en nuestros pueblos como en los barrios de las grandes ciudades, existía el mismo concepto de gratitud. Pero creo que hoy en día en la jungla de asfalto hemos perdido el sentido auténtico de la palabra gracias. Hemos abandonado el altruismo y el espíritu de cooperación que, hace millones de años, en los bosques y en las sabanas africanas, hicieron posible el éxito de la línea evolutiva de los homínidos. Por el contrario, somos egoístas e individualistas. Sin ir más lejos: en África un regalo se ofrece sin pretender recibir ninguna compensación; en nuestra casa, en cambio, muchas donaciones benéficas todavía buscan ventajas fiscales o el reconocimiento público.
«África volvió a congraciarme con el saludo con el que me educaron mis padres», dice usted. En la sabana africana, el viajero recupera la esencia del saludo ?un jambo? entre desconocidos. ¿También hemos perdido eso, en nuestro mundo de asfalto y cemento?
Le explicaré una anécdota que tuvo lugar en Tarangire (Tanzania). Hacía de guía de un grupo de expedicionarios naturalistas y nos habíamos parado para recuperar fuerzas mientras veíamos una gran familia de elefantes. Solos, en medio de la naturaleza, apareció otro grupo de Homo sapiens forastero. Ni nos miraron, y menos aún respondieron a nuestro saludo. Entonces, uno de mis asistentes locales me dijo: «Profesor, ¿por qué los blancos (wazungu) no os saludáis?». En efecto, en África es impensable no saludarse, ni entre conocidos ni entre desconocidos. Y yo hago lo mismo: me gusta saludar aunque la persona que te encuentres en el ascensor (un académico rival o un vecino problemático) evite hacerlo.
Pole sana (‘lo siento mucho’) es más que una disculpa. Implica una mirada de respeto, de empatía hacia el otro. Desde el punto de vista evolutivo, ¿qué papel han tenido estos sentimientos en el linaje de los homínidos?
Richard Dawkins, con su libro El gen egoísta, provocó a la comunidad científica con la metáfora sobre el deseo de sobrevivir de nuestros genes —el impala macho no salta ante el león por altruismo (no intenta salvar a una hembra de su harén), sino que demuestra que es fuerte y ágil. Pero Dawkins, y los que trabajamos en el mundo de la evolución, vemos que el altruismo y la empatía fueron herramientas esenciales en la supervivencia de los ancestros. Hace muchos años que estudio a los hadzabe, una etnia de cazadores recolectores africanos que viven en pequeños grupos nómadas con una tecnología propia del paleolítico, y la clave de su existencia son las estrategias cooperativas.
Cuando habla de la mama (‘mujer respetable’), hace una revisión de la hipótesis del hombre cazador y del contrato sexual como base de las sociedades más primitivas. ¿Qué le ha revelado el estudio de la cultura hadzabe sobre este mito?
Convivir con los hadzabe me ofrece la gran oportunidad de estudiar un modelo vivo de economía humana predadora eludiendo los péndulos teóricos. Durante mucho tiempo, nuestras interpretaciones sobre los pueblos cazadores recolectores del pasado se habían basado en las modas e ideologías de cada época. Por ejemplo, tras las grandes guerras mundiales (con el trasfondo de la violencia), y con las academias dominadas por hombres, se le otorgó un papel relevante al macho cazador. Pero los hadzabe nos demuestran que eso no es así: los hombres, efectivamente, cazan, pero las mujeres —recolectoras de vegetales— aportan entre el 80 y el 85 % de la dieta del grupo.
Pole pole (‘poco a poco’) parece la mejor directriz para un caótico día de estrés e imprevistos en la jungla de cemento. ¿Aún identificamos el ritmo más pausado de África con la lentitud, la falta de eficiencia?
En África todo parece que vaya poco a poco, pero no es así, es solo un tópico y una ilusión (el sol también parece moverse lentamente desde nuestra percepción terrestre). No deberíamos confundir la parsimonia y el ritmo constante, pero tranquilo, con la extensa e inexacta opinión de que nada evoluciona o funciona en este continente. En pocas palabras, debemos abandonar la idea de que poco a poco sea sinónimo de ociosidad o de poca predisposición por trabajar, puesto que es al contrario. Si en algún lugar del mundo he visto que se trabaja, o que las cosas todavía se hacen con eficiencia y diligencia, es en África. Somos nosotros los que quizá vayamos demasiado deprisa: ¿dónde está nuestro trabajo bien hecho?
Charles Darwin no pisó nunca África, pero en su obra El origen de las especies (1859), señalaba este continente como la cuna de la humanidad. Cuesta mucho, dice usted, reconocer nuestro vínculo de sangre con África. ¿Ha encontrado alguna explicación?
Le diré que, todavía hoy, algunos de mis alumnos universitarios, o de los asistentes a mis conferencias, me preguntan si es cierto que la cuna humana es africana. Cuando ya habíamos superado la oposición social y académica a las ideas novecentistas de Darwin, o al encuentro de homínidos fósiles africanos del siglo xx, ¿por qué renacen estas dudas? Por un lado, sabemos que África es un continente tan próximo como desconocido, pero también se debe al hecho de que algunos colegas presentan el hallazgo de nuevos homínidos y primates fósiles en Europa como si fueran nuestros eslabones más antiguos. Vigilemos los juegos de palabras, solo confunden a la opinión pública.
«La historia de la humanidad es el viaje más bello que podamos imaginarnos», dice en el libro. Los grandes viajes —safari, en suajili— nacen con unos homínidos intrépidos, los primeros exploradores de nuevos continentes. ¿Por qué migraron los primeros homínidos africanos?
No disponemos de una máquina del tiempo para visitar el pasado —hace más de un millón y medio de años— y observar la conducta migratoria de nuestros ancestros desde África hasta Euroasia. Ahora bien, si estudiamos la naturaleza que nos rodea, veremos que uno de los motivos del viaje animal —y, en consecuencia, también humano— es la necesidad de sobrevivir. Los primeros homínidos eran predadores nómadas, se movían por el territorio en busca de sus recursos, y en algunos de estos viajes, al llegar a tierras poco ricas, quizá se vieron obligados a cruzar pasos de agua que hoy nos parecen insalvables. Como primates exploradores que somos, seguro que la curiosidad también tuvo su papel.
Las diez palabras del libro son un regalo de África hacia nosotros. De nuestra cultura, ¿qué palabra mágica escogería como ofrenda al continente africano?
La palabra sonrisa. Cuando hice mi búsqueda personal en África oriental, cuando acompaño a equipos de científicos o cuando guío grupos de expedicionarios interesados por la arqueología, la paleontología, la zoología o la etnología africanas, todos, desde un masai hasta un warusha, me saludan con un jambo (‘hola’) y se despiden con un tutaonana (‘hasta luego’). Todos ellos lo hacen siempre con una sonrisa dibujada en los labios. Un gesto tan automático que dudo mucho de que sean conscientes de él. Por eso, ante la inexistencia de un espejo cada vez que te saludan o se despiden de ti, quiero que adopten una palabra nuestra (sonrisa), que no pronuncian pero sí expresan cada día.