El Sínodo de la Iglesiqa asturiana ha coluido y sus conclusiones fueron recibidas por el arzobispo, Jesús Sanz. Reproducimos su pastoral, expresiva de las impresiones que tras un largo proceso sinodal extrae el titular de la Archidiócesis.
Queridos hermanos y amigos: paz y bien. Hemos llegado al momento final de la andadura sinodal, que para nosotros ha sido larga. El día de nuestra santa Patrona de la Diócesis, Santa Eulalia, concluimos los trabajos sinodales que han tenido varias fases y una interrupción inevitable ante el cambio de arzobispo.
Con la clausura de nuestro Sínodo Diocesano ponemos punto y seguido, que no punto final, a cuanto en estos años hemos ido viviendo juntos: hemos orado al Señor, a la Santina de Covadonga, a nuestros santos; hemos reflexionado personalmente, en grupos en toda la geografía diocesana, en las asambleas sinodales estos meses atrás; hemos puesto nombre y hemos domiciliado, los retos que ponen a prueba nuestra esperanza, los que nos abren a la confianza, los que reclaman nuestra comunión eclesial, los que nos recuerdan que somos pobres, los que nos envían con audacia y creatividad a la nueva evangelización ya comenzada.
Este ha sido nuestro hermoso proceso sinodal, orar a Dios para pedir luz, gracia y fortaleza, alumbrar los caminos por donde venía la respuesta, y con sencillez y empeño responsables ponerse manos a la obra en esta empresa como hijos de Dios, hijos de la Iglesia e hijos de nuestra época.
El conjunto del Pueblo de Dios que peregrina en esta vieja historia astur desde hace tantos siglos, estaba representado en sus diferentes procedencias geográficas: desde las más rurales y alejadas, hasta las más pobladas y cosmopolitas; desde los más jóvenes en edad y audacia, hasta los más cargados en años y sabiduría; desde los laicos en sus distintas realidades profesionales, familiares, políticas y culturales, hasta los consagrados en los diversos carismas y los ministros ordenados como diáconos y sacerdotes.
Tiempo de escucharnos en un diálogo humilde que no es diálogo de sordos. Porque la primera Voz que cada mañana buscamos es la del Señor que no ha dejado de hablarnos. Y sólo cuando su Palabra resuena en nuestros labios podemos ayudarnos con provecho, sin pretensión y sin daño. Por este motivo comenzamos orando con toda la Iglesia, dando gracias por el nuevo día, y pidiendo gracia para entender el que se nos está dando.
Pasan los años, incluso los siglos. Cambiamos las distintas generaciones. Pero la presencia de Jesucristo resucitado y la compañía de la Iglesia siguen siendo las mismas. Los retos que tenemos tienen un fondo común, con unas circunstancias bien diferentes.
Y en este vaivén de viejas novedades o de novedades arcanas, nos aprestamos a escribir la página de historia que nos corresponde: sabiendo leer con gratitud lo que quienes vivieron nuestra misma fe a través de todos los siglos que nos contemplan, sabiendo mirar con esperanza el futuro que se nos abre por delante, y sabiendo acoger con apasionada y amorosa entrega el presente que Dios pone en nuestras manos.
Yo vuelvo a dar gracias al Señor y a cada uno de los sacerdotes, consagrados y laicos, de los diferentes arciprestazgos y vicarías, de los distintos movimientos apostólicos y congregaciones religiosas, de las parroquias y estamentos sectoriales de nuestra Diócesis. Quiera Dios ayudarnos, lo quiere como el que más, y que seamos nosotros dóciles a su palabra y a su gracia, para responder adecuadamente lo que Él quiere decirnos a cada uno y con nosotros gritar dulcemente como comunidad cristiana.
En torno a los tres ejes que han marcado las tres ponencias, nos hemos ido adentrando en las labores en la fase final de nuestro Sínodo Diocesano. Las luces y sombras que hacen de escenario claroscuro para vivir nuestra identidad cristiana en el aquí y ahora de nuestro momento histórico. La cultura actual que es fácil describir con todos sus contrapuntos, reclaman de nosotros la audacia propia de quien tiene que anunciar a Jesucristo en medio de los nuevos areópagos por donde transcurre la vida con toda su carga de verdad humilde y de orgullosa mentira.
Y de ahí nos adentramos en esa vida que nace, que acierta a crecer no sin gozos y lamentos, y que llega a su final en la fecha convenida. Una vida que queremos abrazar como don en todo su arco biográfico y vital: desde que ha sido concebida hasta su desenlace final, pasando por los mil vericuetos del largo paréntesis intermedio en donde aparecen las certezas, las alegrías, las esperanzas, como también nos acorralan a veces los disgustos, las contradicciones y las heridas.
Pero en esa vida así descrita, nos detuvimos precisamente en la familia y su proyecto natural y cristiano, reconociendo el matrimonio entre hombre y mujer como una alianza amorosa para siempre, abierta a la vida, madurada en el respeto tierno y en el amor que no se marchita. Los niños y los jóvenes reclamaron también nuestra atención orante y reflexiva, para saber despertar la fe y acompañarla debidamente en las generaciones bisoñas que tenemos delante.
De este modo desembocamos en lo que más nos define como cristianos: el testimonio de la caridad y la justicia. Son muchos los rostros de los pobres, son inmensas las circunstancias en las que Dios nos aguarda para decirnos su revolucionario de veras: lo que hiciste o dejaste de hacer con tu hermano, conmigo lo hiciste (Mt. 25, 31-46). Y así fuimos acercándonos a este reto mayor, en el que nos más necesitados nos piden una respuesta cristiana y eclesial. Tanto Cáritas como los demás cauces en los que dentro de la Diócesis canalizamos este compromiso evangélico, son para nosotros algo irrenunciable en lo que nos jugamos nada menos que nuestra identidad y credibilidad como cristianos.
Tras las ponencias finales y la clausura celebrativa en nuestra Catedral, queda ahora el elenco de propuestas debidamente aprobadas por la Asamblea sinodal, y el documento que escribiré a modo de exhortación en este momento de desafíos y esperanzas ante la nueva evangelización a la que nos convoca la Iglesia. Serán los decretos sinodales los que inspiren luego la realización del Plan de Pastoral diocesano.
Es tiempo de gracia, de remar mar adentro, sabiéndonos herederos de una rica y larga historia cristiana de más de ocho siglos que queremos debidamente recordar, para poder situarnos con esperanza ante el tiempo que nos irá llegando, mientras con serena pasión vivimos el presente dando respuesta fiel a cuanto el Señor de la historia nos señala como testimonio de la caridad. La Santina de Covadonga, Reina de nuestras montañas, nos sigue acompañando en la reconquista dulce y decisiva del bien y de la paz.
Recibid mi afecto y mi bendición.