El primer gran cazador marino, el artrópodo con mayor agudeza visual hasta el momento

El primer gran cazador marino, el artrópodo con mayor agudeza visual hasta el momento

Los restos de un artrópodo de hace 515 millones de años han revelado que poseía 30.000 lentes en cada ojo, más que una libélula. Esto le convierte en la especie con mayor agudeza visual que se conoce hasta el momento. Los restos fósiles estudiados señalan que se trataba además del depredador más grande del periodo Cámbrico.

 

Hace unos 515 millones de años, a principios del Cámbrico, un artrópodo de más de un metro de longitud, perteneciente al género Anomalocaris, exhibía unos ojos que han resultado ser los más complejos descubiertos hasta ahora.

Son las conclusiones a las que ha llegado un equipo internacional de expertos tras analizar fósiles encontrados en el yacimiento paleontológico de Emu Bay Shale, en Isla Canguro (Australia). Los detalles del trabajo se publican en el último número de la revista Nature.

Se trataría del gran tiburón blanco de los mares de aquella época

 

La superficie ocular de Anomalocaris tenía forma de pera, en lugar de hemisférica, y su tamaño rondaba entre dos y tres centímetros. Los restos de este pariente lejano de los artrópodos han revelado que poseía, como mínimo, 16.700 lentes hexagonales de hasta 110 micrómetros en cada ojo.

“Dado que la forma de sus ojos pedunculares es parecida a la de un chupachús, el fósil comprimido sólo muestra la mitad, por lo que suponemos que el número total de lentes podría ascender hasta los 30.000”, explica Diego García?Bellido, investigador del Instituto de Geociencias del CSIC y coautor del artículo.

Cada lente proporciona el equivalente a un píxel en una imagen digital, por lo que este nivel de resolución es comparable al de los artrópodos con la vista más aguda de la actualidad, las libélulas con unas 28.000 lentes. La cifra es, a su vez, muy superior al de la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) y el cangrejo cacerola (Limulus), con entre 800 y 1.000 lentes en cada ojo.

Además, el Anomalocaris es el animal más grande descubierto en el Cámbrico, y por su desarrollado par de apéndices frontales cazadores, una boca circular armada de afiladas placas y su gran capacidad visual, se le atribuye un hábito depredador: “sería el gran tiburón blanco de los mares de aquella época” afirma García?Bellido.

 

A pesar de tener una agudeza visual mayor que la de cualquier artrópodo actual, el tamaño de las lentes y el ángulo estimado entre cada una de ellas sugiere que sus ojos no tenían sensibilidad lumínica excepcional, sino similar a los artrópodos marinos diurnos actuales. Este dato concuerda con la figura de los Anomalocaris como depredadores de la zona fótica del mar.

Desde el punto de vista evolutivo, Anomalocaris demuestra que este tipo de órganos visuales aparecieron y se desarrollaron muy temprano en la rama a la que pertenecen los artrópodos. Según García?Bellido, “se originaron antes que otras estructuras anatómicas características del grupo, como el exoesqueleto endurecido con quitina o los apéndices articulados en los diversos segmentos del cuerpo”.

 

Carrera armamentística

“La capacidad de ver a un depredador podía ser la diferencia entre sobrevivir o extinguirse. La presión de la selección natural debió de ser muy fuerte para desarrollar y refinar el sentido de la vista. Tanto es así que algunos científicos sugieren que la visión fue uno de los motores que propulsaron la radiación animal durante el Cámbrico”, detalla el experto.

Durante este periodo, la Tierra sufrió una explosión de diversidad en la que aparecieron 25 de los 30 filos del reino animal que existen en la actualidad. La capacidad de formar esqueletos mineralizados entre algunas especies propició una carrera armamentística en el que las estrategias defensivas de las presas se fueron compensando con nuevas técnicas ofensivas de los depredadores. García?Bellido cuenta: “Si un animal débil desarrollaba un caparazón duro, los cazadores debían armarse de dientes más potentes y apéndices especializados para romperlo”.

El trabajo ha contado con la colaboración de investigadores de las universidades de New England, Adelaide y Macquarie?Sydney (Australia), del South Australian Museum y del Museo de Historia Natural de Londres (Reino Unido).

 

Imagen: Katrina Kenny (Universidad de Adelaida)

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