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TRIPOLI (LIBANO).- Los cuatro jóvenes ocupan dos habitaciones en uno de los principales hospitales públicos de Trípoli, luminosas y asépticas. Todos tienen algo en común: fueron heridos durante la represión siria y atendidos en casas particulares por médicos y enfermeras por miedo a asistir a un hospital público, transformados por el régimen en “bases militares” según denuncian activistas sirios y ONG como Avaaz o Amnistía Internacional.
A uno de ellos su madre le sostiene la mano con expresión beatífica, como queriendo borrar los últimos meses de su mente. Pero la expresión de su hijo Mohamed, de 23 años, es ceñuda y tercamente triste. Da la impresión de que sigue en Tall Kallah, desde donde llegó con una herida de bala en la cadera. Lo mismo le ocurre a Abu Yassen, de 21 años, herido en ambas piernas hace dos semanas en Homs: su mente no ha conseguido escapar aún del peligroso barrio de Baba Amr, donde ocho de sus amigos quedaron convertidos en despojos humanos.
“El equipo encargado de hacer entrar suministros en el barrio lo formábamos ocho personas. El barrio estaba rodeado por carros de combate, así que la única forma era salir individualmente y hacer acopio de alimentos y medicinas en barrios vecinos”, explica trabajosamente este joven sirio. “La única forma de entrar era por un lugar al que llamamos los jardines, y por ahí lo intentamos. Había un helicóptero artillado disparando indiscriminadamente, y cerca de mí cayó una bomba de clavos. Algunos de mis amigos quedaron despedazados en la explosión. Seis murieron, otro perdió las dos piernas, sólo yo sobreviví intacto”.
Intacto pero con tres clavos incrustados en la cabeza, una pierna y el costado. Al joven Abu Yassin no se le habría ocurrido acudir a un centro médico público. “Los heridos que terminan allí son detenidos y torturados“, dice con cierta expresión de asombro. “No recuerdo cómo me llevaron a un hospital de campaña, donde pasé apenas 10 minutos: era una casa normal, atendida por dos médicos y dos enfermeras. Había gente herida y cadáveres por los suelos. Como el cementerio de Al Naas está ocupado por el Ejército, los cadáveres los ponían en un refrigerador de fruta: por la noche, los voluntarios se los llevaban hasta los jardines, donde les daban sepultura de noche”.
A su lado, el doctor Mazen cruza los brazos sobre el pecho asintiendo atentamente. “No podemos confiar en los hospitales públicos, porque han sido transformados en bases de la Seguridad“, explica el joven dentista sirio de 23 años convertido -circunstancias obligan- en ayudante de un cirujano. “Al principio el 90% de los pacientes eran asesinados, el resto detenidos. Durante la hospitalización son torturados. Ya nadie va a los hospitales, la gente acude a las clínicas instaladas en casas particulares de cada ciudad”.
Se trata de una red médica clandestina que, según explica a Periodismo Humano el responsable de una de las principales ONG sirias, ya cuenta con 100 médicos dedicados exclusivamente a estas clínicas en todo el país. Cuentan que los estudiantes de Medicina en los dos últimos años de carrera, en especial los de Homs -una de las ciudades más afectadas por la represión del régimen- han abandonado las clases para consagrarse a salvar conciudadanos. El doctor Mazen cerró su clínica dentista en Banyas -su ciudad natal- un mes después de su apertura, cuando los disparos de las fuerzas de Seguridad contra los manifestantes cambiaron radicalmente sus prioridades.
“Creamos una clínica improvisada en una casa privada. Tenía tres habitaciones y un salón. Conseguimos un generador para sortear el corte del suministro eléctrico e instalamos la sala de operaciones en un dormitorio”, explica. “Eramos dos médicos y varias enfermeras. El problema era que no teníamos sangre, así que animábamos a los vecinos a donar para tener suministros. Llegamos a tener ocho heridos en el salón, junto a seis cadáveres, tres de ellos mujeres”.
La clínica les duró poco a los vecinos de Banyas. Una incursión militar el 7 de mayo tomó la vivienda como objetivo y todos fueron detenidos, incluidos los heridos: “Dos de ellos murieron por falta de atención médica”. El joven dentista pasó a ser detenido: durante dos meses estuvo en prisión, antes de ser liberado y viajar al Líbano, donde se ha convertido en el responsable para el país del Cedro del departamento médico de los Comités Locales de Coordinación, que convocan las protestas sirias.
La misión de Mazen es asistir a los refugiados heridos que llegan al Líbano, que él contabiliza en algo menos de un centenar. “Algunos mueren en el camino“, añade. No es de extrañar conociendo la ruta ilegal más transitada entre Siria y el Líbano, los montes de Wadi Khaled, una rocosa zona de montaña a la vista de los francotiradores apostados en las villas sirias fronterizas. A algunos, los más graves, los ingresa en hospitales públicos tras recabar dinero para los gastos; a los menos graves los instala de forma secreta en casas particulares en Tripoli, feudo suní libanés, y de la localidad de Halba, más cercana a la frontera, donde actualmente tiene seis heridos. En su propia casa mantiene a dos: uno de ellos se levanta trabajosamente a saludar a los visitantes con un brazo en cabestrillo; el otro, Hassan, más recuperado físicamente, tiene heridas psicológicas que tardaran mucho en curar.
Hassan, de 30 años, fue el único de los seis heridos entrevistados que pasó por un centro público, el Hospital Central de Banyas, tras ser arrestado aquel 7 de mayo. “Tenía una herida de bala en la cadera y me ingresaron en la clínica Al Yamaia, pero al día siguiente el Ejército entró y nos acusó de ser desertores: nos arrestó a todos, incluidos los cinco heridos”. Sentado en un colchón instalado en el suelo, en una fría habitación del barrio de Abu Samra, comienza a temblar a medida que avanza su relato. “Ya en la entrada del hospital, a medida que nos sacaban de las ambulancias, nos recibieron a golpes: los shabiha, los médicos, las enfermeras, los miembros de la Inteligencia… Nos encadenaron a nuestras camas de pies y manos. Durante cuatro días no nos dieron ningún tratamiento médico, tampoco alimentos o agua. No nos dejaban dormir, nos golpeaban cuando cerrábamos los ojos. Las enfermeras nos clavaban agujas. Una vez le rogué a un uniformado que me diese de beber: se bajó la bragueta y orinó en mi cara”.
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Las acusaciones de maltrato hacia los médicos resultarían difíciles de creer de no ser por el informe publicado por Amnistía Internacional el pasado octubre, donde se hacía eco de las denuncias de facultativos sirios contra sus propios colegas acusándoles de maltratar y torturar a los manifestantes heridos. Según el informe, los hospitales gubernamentales son centros de detención y tortura de los heridos. “Las autoridades sirias han transformado los hospitales y al personal médico en instrumentos de represión en sus esfuerzos por aplastar las protestas masivas”, puede leerse. Entre las denuncias recogidas por la organización figuran “abusos físicos y verbales y en algunos casos negación al auxilio”. El informe contiene declaraciones tan desgarradoras como la que presuntamente le hizo un doctor del Hospital Militar de Homs a un joven de 28 años a mediados de mayo. “No voy a limpiarte la herida. Voy a esperar a que tu pie se pudra para cortártelo“.
Hassan fue transferido al Hospital Al Bassel de Tartus, según Amnistía Internacional bajo control militar. “Desde el día que me hirieron no me había aseado, y olía a sangre seca, a barro, a sudor y a suciedad”, recuerda temblando. “Un médico me dijo ¿por qué apestas a alcantarilla? Pero hasta a él le sorprendía cómo nos trataban. Se negaron a darnos medicación ni a examinar nuestras heridas. Me llevaron a la Seguridad Militar para ser interrogado, pero me desmayaba por el dolor de mi herida cada vez que me incorporaba”. Hassan cuenta que 17 días después fue conducido a Damasco e ingresado en una celda con 40 personas más, completamente desnudos. “Nos golpeaban continuamente con varas y cables eléctricos. Una vez, durante el interrogatorio, cuando me tenían de rodillas frente al agente éste me puso una tetera hirviendo en la cabeza”. Dos meses y varias prisiones después más, su nombre fue incluido en una amnistía del régimen y fue liberado. No tardó en huir de Siria.
“Los hospitales públicos son carnicerías“, dice con rencor el doctor Mazen. El dentista explica que, en Siria, es ilegal para los médicos dar asistencia fuera de los hospitales públicos lo cual complica la misión de aquellos especialistas que hacen honor a su juramento hipocrático y atienden a los pacientes sin distinción de secta o corriente política. Según él, a un facultativo amigo suyo le rompieron ambas manos tras saber que atendía a manifestantes heridos en casas privadas.
Los cuatro refugiados ingresados en el Hospital de Tripoli pasaron por este tipo de clínicas clandestinas. “Estaba en una manifestación en Tall Kallah y un grupo de shabiha [milicia civil que apoya a Bashar Assad] abrió fuego de forma aleatoria”, explica despacio Mohamed, electricista de profesión, con su madre escuchando atentamente cada palabra. “Me llevaron a una casa particular donde me dieron tratamiento de emergencia. Sangré mucho, perdí la conciencia: cuando desperté estaba aquí”, dice con un gesto en la mirada que abarca la sencilla habitación. “El hospital de Tall Kallah está ocupado por los shabiha, no se nos hubiera ocurrido ir allí”, añade.
Abu Yasen perdió la cuenta de por cuántas casas privadas arrastró sus heridas. “Creo que estuve en ocho casas diferentes, porque cada día me pasaban de una a otra”, musita. La razón es las batidas militares en busca de activistas, indemnes o heridos, que terminan desbaratando la red clandestina de clínicas sirias y obligándoles a volverlas a instalar en nuevas viviendas.
Un par de habitaciones más allá yacen dos jóvenes, Khaled, de 21 años, herido en una protesta junto a 15 de sus amigos, y Hussein, con nueve impactos de bala en el cuerpo. Dos mujeres irrumpen exaltadas en la sala, en busca de su hijo y hermano. Están recién llegadas y tienen lágrimas en los ojos. El paciente explica con voz queda que tiene dificultades para expresarse y pide que la entrevista sea corta. “Estaba en una manifestación en Baba Amr cuando varios coches cargados de shabiha cargaron contra nosotros. Intentamos escapar pero nos dispararon”. Casualidades de la vida, fue Abu Yasen el encargado de arrastrar su cuerpo malherido hasta la clínica clandestina: sucedió el día antes de que él mismo resultase herido por la bomba de clavos. “Pasé seis días en el primer hospital de campaña, una casa particular donde me tendieron en una cama y me extrajeron parte de las balas. También cortaron parte de mi estómago. Me dijeron que la operación, que tuvo lugar en un dormitorio, duró más de cuatro horas”, prosigue Hussein. Admite que no sabe cómo llegó al vecino Líbano, pero a su lado se encuentra su improvisado taxista.
“Es muy pesado”, señala el responsable del viaje ilegal, Khaled, un hombre en la treintena vestido con un chandal azul y de expresión risueña. Se describe como miembro del Ejército Libre de Siria, la formación de desertores que planta cara al régimen de Bahsar Assad, y es el encargado de transportar heridos desde Homs, Hama y Tall Kallah, las localidades más cercanas a la frontera libanesa. “A veces los traemos en motos, pero al final hay que atravesar la frontera por la montaña, llevando las camillas entre varios o en medio de las minas plantadas por el Ejército”, explica Khaled, moviéndose con confianza entre los enfermos, quienes le miran con sincero aprecio.
“Desde que llegué entre 50 y 100 heridos han sido evacuados al Líbano”, confiesa Mazen. Khaled contabiliza unas 22 personas trasladadas desde que comenzó su misión: dos perecieron en el camino. A veces, cuenta, se los cuelga a la espalda amarrados con cinturones; a los más graves les pasa en sillas de ruedas o incluso en camillas. Hussein, con sus nueve impactos de bala y su estómago destrozado, fue uno de los retos más difíciles de su labor. “Le pusimos en un coche pero también fuimos atacados”, relata. “Tuvimos que sacarle entre cuatro personas: la manta en que venía envuelto chorreaba sangre“.
“Cuando los heridos no son graves, el trayecto puede llevar hora y media, pero con casos como Hussein o Abu Yunes tardé más de seis horas”, confía Khaled. El doctor Mazen considera un milagro que Hussein se salvara, pero de milagros están hechos los conflictos, y él lo sabe bien pese a su juventud. “Aún recuerdo a un herido con una bala en la cabeza, tardaron cinco horas en atravesar la frontera. Y sigue vivo”