Es un gran honor el que me hacen al concederme este premio, tanto más
grande porque se trata de un honor español.
Me gustaría hablar y leer en español, pero por desgracia ni lo hablo ni lo
leo. En compensación, acabo de echar una ojeada a mi biblioteca, que está
clasificada por lenguas. Es una clasificación como cualquier otra, todos sabemos
que ninguna es totalmente satisfactoria. Por orden alfabético, por géneros, por
siglos, por editoriales, por afinidades, ¿por qué no? Por lenguas tiene sus ventajas.
En todo caso, me he percatado de que en el trío que encabeza la lista en los libros
que ocupan las estanterías, el español se encuentra justo detrás del inglés y delante
del ruso. Acercarme a esos estantes es saludar a viejos amigos. Un abuelo más
joven que todos los jóvenes: Cervantes. Dos tíos irónicos y enigmáticos: Borges y
Bioy Casares. Cortázar, en cuyo edificio viví diez años, en una calle del distrito
10º de París, en otro tiempo un barrio popular y hoy gentrificado... Roberto Bolaño,
el hermano mayor con quien todo el mundo sueña, aventurero y encantador como
debió de ser Robert Louis Stevenson. Y también algunos compañeros de ruta, más
o menos de mi edad: Enrique Vila-Matas, Javier Cercas, Juan Gabriel Vásquez. Y
mi querida prima Rosa Montero...
Quiero expresar mi gratitud a los autores que me formaron, pero asimismo
a los editores que me han publicado. Si poco a poco mis libros han conquistado
lectores en España, si esta noche me presento ante ustedes es en gran medida
gracias al trabajo paciente y fiel de Anagrama. De Anagrama, es decir, de nuestro
gran y querido Jorge Herralde, y quien dice Herralde dice también Lali Gubern, y
quien hoy dice Anagrama dice también Silvia Sesé. Y es asimismo gracias al
trabajo fiel y sutil de Jaime Zulaika, mi traductor desde hace años.
Hay una ausencia cruel esta noche. Es la de Paul Otchakovsky-Laurens, mi
amigo y editor francés durante treinta y cinco años, fallecido hace tres. Nadie le
sustituirá, pero está aquí Emmelene Landon, que es a la vez su viuda, una
pintora y una escritora maravillosa y mi mejor amiga. La editorial POL
continúa, y continúa bien, al mando de Jean-Paul Hirsch, que ha tenido la gentileza
de venir con su esposa Jacinthe a este acto, así como François Samuelson, mi
agente desde hace tantos años. Se lo agradezco a los tres, y doy las gracias, por
último, a Charline Bourgeois-Tacquet, por ser la mujer que es, por dirigir las
películas que dirige, por compartir la vida conmigo.
Ya está.
Escribí este pequeño discurso creyendo haber, como se dice, “cubierto el
expediente”, y lo envié a la Fundación Princesa de Asturias para que fuera
traducido a tiempo para la ceremonia. Unos días más tarde recibí un email de la
Fundación que era una obra maestra de delicadeza. Me decían que mi pequeño
discurso era maravilloso, absolutamente maravilloso, y mi lista de agradecimientos
totalmente justificada, totalmente en consonancia con una circunstancia
semejante, pero que precisamente en esta circunstancia, cómo decirlo, cabía haber
esperado de mí un poquito más, algo -cito en inglés- más inspirational. No sé cuál
sería la traducción exacta de este adjetivo: un poco más inspirador, un poco más
inspirado, un poco las dos cosas. De todos modos, lo que se infería de este mensaje
inmensamente delicado es que, creyendo haber hecho lo apropiado, del mismo
modo que se respeta un dress code, yo había escrito un discurso convenido y hasta
convencional, un reproche que sinceramente no me han hecho a menudo.
Yo no quería renunciar a mis agradecimientos porque las personas a las que
he agradecido me son realmente queridas, pero he intentado para completarlos algo
un poco más inspirador, y no me ha hecho faltar buscar muy lejos. No he
necesitado buscar muy lejos porque en este momento me ocupo de algo extrema e
incluso trágicamente inspirador de lo que me gustaría decirles unas palabras.
El pasado 8 de septiembre se inició en París el juicio por los atentados
cometidos, también en París, el 13 de noviembre de 2015, en las terrazas y en la
sala de conciertos del teatro Bataclan. Estos atentados causaron 131 muertos.
Ustedes, españoles, tuvieron que llorar a más víctimas el 11 de marzo de 2004,
cuando hubo 61 fallecidos más, si es que esta contabilidad atroz tiene algún
sentido. Para nosotros son los más letales perpetrados nunca en suelo francés. Los
asesinos fueron abatidos o ellos mismos se explosionaron. Los catorce canallas
que se encuentran en el banquillo de los acusados son lo que en francés llamamos
seconds couteaux, comparsas, protagonistas secundarios, lo cual invalida la
comparación que se hace a menudo con los juicios de Nuremberg, donde se
juzgaron a muy altos dignatarios nazis. Pero el juicio de París tiene en común con
los de Nuremberg su ambición histórica, sus enormes recursos y, en primer lugar,
su duración: nueve meses. Decidí seguir íntegramente este juicio. De principio a
fin, todos los días. No todos los días, por supuesto, ocurre algo interesante, pero
no es posible saberlo de antemano. A veces, sesiones que todo el mundo prevé
apasionantes resultan sumamente aburridas, y son apasionantes, en cambio, otras
de las que no se esperaba nada, como las declaraciones de médicos forenses o de
expertos en balística. Es una regla que conocen todos los cronistas judiciales y que
prácticamente carece de excepción: basta con no estar presente para que suceda
algo. Por eso, Majestad, Altezas, queridos amigos, por grande que sea el honor de
estar aquí esta noche, una parte de mí permanece de alguna manera en ese tribunal.
Todos los que han seguido un gran juicio saben que es una de las
experiencias más adictivas que existen. La ambición de este juicio es desmesurada:
aspira a desplegar desde todos los ángulos, desde el punto de vista de todos los
actores, remontándose lo más lejos posible en la genealogía de los
acontecimientos, todo lo que aconteció durante aquellas horas terribles. Anatomía
de un instante, por citar el título de la vigorosa crónica de Javier Cercas. Este
juicio es también extraordinariamente extenuante. Día tras día chapoteamos en la
sangre, las heridas físicas y morales, las muertes atroces y las vidas truncadas. Es
un baño de horror en el que a veces nos preguntamos por qué nos lo infligimos.
Nos lo infligimos porque no es únicamente un baño de horror. Porque esos
testimonios que se suceden semana tras semana, a razón de una quincena al día,
son muchas veces extraordinarios ejemplos de humanidad. Esos supervivientes
heridos en su cuerpo y en su alma se mantienen de pie. Nos hablan desde muy
lejos, desde lugares de la experiencia humana que la mayoría de nosotros no
conocemos. “El hombre”, escribía Léon Bloy, “alberga en su pobre corazón
recintos que todavía no existen, pero en los que el dolor penetra para que existan”.
Este juicio sirve asimismo para esto: para explorar colectivamente estos recintos
de nuestro corazón.
A lo largo de estos testimonios descubrimos otra cosa sorprendente. Las
historias de naufragios, de catástrofes, del sálvese quien pueda generalizado,
suelen revelar lo peor del ser humano. La cobardía, el cada cual a lo suyo, el
canibalismo. Aquí, nada de eso. No podemos imaginar que se haya creado una
ficción colectiva de nobleza y de grandeza de espíritu y, sin embargo,
prácticamente sólo se nos han descrito ejemplos de ayuda mutua, de solidaridad,
gestos a menudo heroicos. Muchos se reprochan haber pisoteado a otros mientras
trataban de huir; ninguno de los pisoteados se lo reprocha a otros. Todos
procuraron proteger al hombre o a la mujer amada, pero algunos hicieron algo más:
arriesgar la vida para proteger a desconocidos. Es un misterio que por momentos
convierte lo que es abominable en una infinita exaltación.
Voy a terminar con dos citas este discurso que ahora se ha vuelto demasiado
largo.
La primera es de Simone Weil:
“El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es
monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es
siempre nuevo, maravilloso, embriagador. Por tanto, la “literatura de imaginación”
o es aburrida o es inmoral, o una mezcla de ambas cosas. Sólo escapa a esta
alternativa cuando pasa de algún modo, a fuerza de arte, al lado de la realidad, lo
cual sólo el genio puede hacer.”
La segunda es de una superviviente del Bataclan:
“Unos días después del atentado murió mi padre, y justo antes de morir me
dijo: “Tú y yo consolamos a los demás de las desgracias que nos suceden”. Yo
habría preferido no tener que consolaros”.
FOTO: ©FPA