Por · Emnaizel (Cisjordania)
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Israel ordena la demolición de una planta fotovoltaica que lleva dos años dando electricidad a 450 vecinos en una aldea cisjordana. Las alegaciones no han dado frutos y se confía en el Supremo israelí o en la mediación política, ya que el proyecto fue financiado por España
Como el brillo de las velas que se van consumiendo, así, agonizante, es la luz que alumbra en Emnaizel, una villa de 40 familias en uno de esos altos páramos de viento helador que esconde Cisjordania. Aún salta, milagrosa, si se pulsa el interruptor, pero una amenaza la hace peligrar: la orden israelí para demoler las dos placas solares que la generan, con la que se ilumina, se calienta, se limpia, se entretiene, se instruye y se cura la gente del pueblo. Un proyecto emprendido hace dos años por la entidad española Sistemas Energéticos Básicos (SEBA), en colaboración con la Universidad Al Najah de Nablus y financiada con 292.000 euros por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) que cambió la vida de unos vecinos anclados hasta entonces en el siglo XIX. Sin embargo, ahora, Israel quiere eliminar las placas alegando que carecen de permiso de obra, lo cual es cierto, pero también la única manera de humanizar las condiciones de vida de los palestinos, ya que el sistema de planificación urbanística israelí, calificado como “discriminatorio” por el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, hace prácticamente imposible emprender una obra, por pequeña que sea, como en este caso.
Y es que Emnaizel se encuentra en las colinas del sur de Hebrón, en una zona C, la parte de los territorios ocupados en los que la Autoridad Nacional Palestina (ANP) carece de poder. Los permisos de construcción en la zona deben ser emitidos por la llamada Autoridad Civil, que es, en realidad, el organismo militar israelí que gestiona las áreas sometidas. Según la ONU, desde los Acuerdos de Oslo que fijaron esta separación de zonas A-B (con control limitado de la ANP) y C en 1993, sólo se han dado un centenar de permisos, menos del 0,4% de los que se solicitan tanto por particulares como por empresarios. La estrategia de Israel consiste en negar todas las opciones a la población rural palestina para empujarla hacia zonas urbanas y dejar a los colonos judíos el control de las tierras de labor. Los datos aportados en septiembre por la ONU desvelan que 750 personas han tenido que marcharse de sus poblados por la presión de las demoliciones y otros 1.500 han visto dañados sus medios de subsistencia. En total, en los nueve primeros meses de 2011, se han producido 387 demoliciones (140 residenciales y 79 agrícolas), frente a las 431 de todo 201o, lo que demuestra un “aumento alarmante“, denuncian los relatores especiales de Naciones Unidas. “El impacto y la naturaleza discriminatoria de esas demoliciones es inaceptable. Esas acciones violan los derechos y las leyes humanitarias y deben cesar de inmediato”, recomendaron en un informe que calificaba la acción de Israel de “crimen serio”. Hay más de 3.000 órdenes de demolición pendientes, como la de Emnaizel, incluyendo las de 23 escuelas cisjordanas, muchas pagadas por gobiernos occidentales.
La teoría dice que estas áreas C nunca deberían ser de plena soberanía israelí, sino transferidas gradualmente a la administración palestina entonces recién parida (la ya consolidada ANP), pero en cambio Israel ha consolidado su poder en la zona y se ha reservado el terreno (62% de toda Cisjordania) para sus principales bases militares de entrenamiento o para asentamientos o puestos de avanzada, en los que hoy residen 300.000 colonos. “Logran su objetivo de debilitar a los palestinos y obligarlos a marcharse y, a los que se quedan, la vida diaria se les hace durísima”, denuncia Paul Adrian Raymond, portavoz del Programa de Acompañamiento Ecuménico en Palestina e Israel (EAPPI), una de las entidades que, junto a SEBA o Rabinos por los Derechos Humanos, están peleando para mantener la electricidad en la villa de Emnaizel.
La historia de la microred fotovoltaica de 12.150 Wp data de 2009, cuando comienza la obra. Sin permiso de Israel, con el beneplácito de los vecinos, unos 450, residentes entre peñascos y colonias (Suseya, Ma´on, Karmiel). Uno de ellos cedió el terreno. A finales de año ya estaba en funcionamiento el llamado “Proyecto Azahar”. Hoy da cableado a todas las viviendas, la escuela y el ambulatorio. En agosto pasado los vecinos recibieron una orden de la Autoridad Civil exigiendo la paralización de la obra, casi dos años después de su finalización. En octubre llegó un nuevo requerimiento, esta vez ordenando directamente el derribo. Quien quiera que la llevara hasta el pueblo la dejó bajo una roca, una técnica habitual para no entrar en contacto con los palestinos. El papel apareció volando entre las piedras, dicen los que lo encontraron. Tras unos días de duda -”No tenemos esperanza y pensamos que era absurdo avisar, porque no va a servir de nada”, dice Ali Ahmid, el responsable del consejo local-, informaron a SEBA y a la AECID. La orden se recurrió, se logró un plazo extra y se presentaron 39 alegaciones basadas en leyes humanitarias internacionales. Fundamentalmente, se insiste en que las placas no suponen un riesgo para la seguridad de Israel y sí, por contra, un elevado beneficio para los palestinos, además de que son “un servicio añadido” a las construcciones que no expande la aldea ni afecta a los asentamientos cercanos. Todas las alegaciones fueron rechazadas “sin explicación”, afirman desde SEBA, por lo que el pasado día 10 presentaron un nuevo recurso reclamando el perdón del Gobierno israelí, el último paso que les queda en el plano civil. La otra opción, por la que van a optar desde Rabinos por los Derechos Humanos, es llevar el caso a la Corte Suprema. Si no lo aceptan a trámite, asunto zanjado; si lo aceptan, se abre un periodo de al menos varios meses en el que se revisará la documentación, una especie de moratoria durante la que se tratarán de mover los hilos que frenen la demolición, usando desde la presión de los movimientos de izquierda (como la manifestación que tendrá el día 26 en el pueblo) y la política (con contactos confirmados entre los Gobiernos de España e Israel). Incluso el Partido Comunista de Israel (Jadash) ha elevado a la Knesset, al Parlamento, una petición para que se anule la orden. En Emnaizel hay otras nueve órdenes de derribo aguardando su ejecución, entre ellas, un simple váter exterior en una vivienda.
Raymond insiste en que las obras ejecutadas son de escasa trascendencia territorial pero de una elevada importancia social. “Su impacto es impresionante. Piensa lo que es vivir sin luz. Pues así han estado estas personas hasta hace dos años”, resume gráficamente. Gracias a las placas solares, se ha podido abrir la escuela de forma estable, con algún PC e impresoras; se ha acondicionado un ambulatorio que abre dos días en semana y donde hasta se hacen pruebas con ultrasonido a embarazadas; se ha impedido que las mujeres busquen agua en pozos lejanos, al instalar un motor; se ha evitado un riesgo de contaminación de alimentos con la compra de neveras; se ha acelerado el proceso de elaboración del queso, la gran fuente de ingresos de estos palestinos de origen beduino; se ha abierto la puerta a la radio, la televisión, los calefactores y aires acondicionados, las lavadoras… “La vida con dignidad, no es consumismo”, matiza el representante del EAPPI.
Nihat Nour, tres hijos, condensa bajo su casa -poco cemento y mucha lona- todo lo que explica el cooperante. Sobre el dintel de la puerta cuelga una radio, apoyada sobre la caja de los fusibles. Al frente, una tele con mucha niebla emite una telenovela siria. A su lado, una nevera y un ordenador destripado. En el techo medio hundido, una bombilla que alumbra toda la estancia, una casa en habitación única. “La vida era muy complicada sin la energía, pero ahora todo es mucho mejor. Ya no gasto dos horas en lavar la ropa, o dos más trayendo el agua a casa. Antes tardaba medio día en amasar bien el queso pero ahora, con la máquina, tardo media hora. También gano tiempo con el médico, porque hasta que tuvimos las placas tenía que ir a otro pueblo, caminar mucho y pagar además 50 shekels (unos 10 euros) por media hora“, relata con su rostro enrojecido por el frío, controlando a su pequeño Mohammed, moqueante y lloroso por un constipado, cuatro años y medio vividos entre las sombras y la luz.
Ali Ahmid tiene especial predilección por la radio y la tele, “porque así uno puede estar conectado con el mundo”. Está “enojado y triste” por la orden de Israel, justo cuando su consejo local había pedido ayuda para ampliar las placas, que dan “para lo básico”. “Ahora eso será imposible”, dice, pesimista. Y relata los agravios de los últimos años: la carretera anexionada a la colonia vecina, la expropiación de cerca de 300 dunams (un dunam equivale a 1.000 m²) para el perímetro de seguridad de ese asentamiento, las sucesivas órdenes de demolición… “Nuestras placas no hacen daño a nadie, sólo nos dan cosas esenciales: nos permiten ver por la noche, que los niños hagan los deberes cuando cae el sol. Una vez, una niña casi muere por el incendio de su casa por culpa de una vela, porque era lo único que había, sólo cuatro vecinos tenían generadores con gasolina, usar queroseno o gas es caro”, se lamenta en la sala de máquinas, donde se controla el flujo de energía que obtienen las placas, un cuartillo de hormigón sin más adornos. Ahmid sonríe con una mueca triste cuando se le pregunta por qué no intentó siquiera pedir el permiso de obra a Israel. “Nunca dan nada. Nunca. Era una pelea perdida“, dice. En 2009, eso sí, reclamaron una rezonificación, un cambio en el uso original del suelo, pero fue igualmente rechazada.
En la escuela de Emnaizel toca recreo. Las niñas hacen corrillos en la fuente y en las escaleras. Los niños juegan a una especie de voleibol descontrolado. Apenas dos módulos pequeños les dan techo. En las aulas cuelgan, vacíos, los casquillos sin bombilla. Sólo las ponen cuando es estrictamente necesario, explica el director, Mohammed Yousef. Muy estrictamente, porque esta mañana hay un cielo gris que pediría algo de luz para vez la pizarra. “Sin electricidad, el proceso educativo se frena, no podemos idear nada, no podemos usar el ordenador o la impresora, pero es que tampoco podemos poner un proyector o un televisor para proyectar un documental o una película a los estudiantes. Nos quedamos con los materiales educativos mínimos”, critica.
En este pueblo donde las únicas con buena vida son las cabras, cebadas para dar sustento, donde se quema cada cepa vieja de viñedo para dar calor (sin grandes resultados), donde se cuenta un único coche, donde los niños como Ibrahim caminan descalzos, la luz es el símbolo de la esperanza. Ahora miran a las banderas israelíes, a lo lejos, a lo cerca, allí en las colonias, y aguardan una solución que les permita mantener el grado mínimo de progreso que habían arañado gracias a SEBA y la AECID. “Para que nuestros hijos tengan un futuro mejor“, concluye Nihat.