Ediciones Arzalia lanza ‘Mi Misión en España’ de Claude G. Bowers, las memorias del que fue embajador de Estados Unidos en España durante del periodo 1936-1939: De Asturias el autor destaca en sus escritos que “Son bellas esas agrestes y majestuosas montañas, los apacibles valles y las interesantes aldeas adormecidas en la sombra. Los montañeses asturianos son corajudos, robustos y altivamente independientes. Cuando la invasión árabe irrumpió triunfal en la Península desde tierras del sur, arremetió contra la muralla de piedra de estos astures y se detuvo. Tierra pacífica y feliz, y no obstante, en alguna parte de estas montañas se encuentran las minas de carbón donde los trabajadores viven en la miseria y las tinieblas”…Mi misión en España también es interesante por sus agudos retratos de primera mano de los políticos de la época, desde Pasionaria a Primo de Rivera, pasando por Azaña, Negrín o Calvo Sotelo.El lanzamiento del libro coincide con el 80 aniversario de final de la Guerra Civil el próximo 1 de abril
EXTRACTO ‘MI MISIÓN EN ESPAÑA’, SOBRE ASTURIAS
Las seis horas de viaje a través de las montañas de Gijón (Asturias) constituyen una experiencia que se recuerda fácilmente. Son bellas esas agrestes y majestuosas montañas, los apacibles valles y las interesantes aldeas adormecidas en la sombra. Los montañeses asturianos son corajudos, robustos y altivamente independientes. Cuando la invasión árabe irrumpió triunfal en la Península desde tierras del sur, arremetió contra la muralla de piedra de estos astures y se detuvo. Durante los siete siglos de dominación árabe, este fue uno de los dos lugares de España que nunca pisaron los pies del invasor. Tierra pacífica y feliz, y no obstante, en alguna parte de estas montañas se encuentran las minas de carbón donde los trabajadores viven en la miseria y las tinieblas.
Aquella noche, en Gijón, Patricia y yo, acompañados por un guía local, recorrimos hasta medianoche las calles de la ciudad. Pronto nos hallamos rondando por un barrio feo, próximo al mar, en busca del mercado de pescado. Aquel desierto lugar, con sus sombras, parecía siniestro. De cuando en cuando, nos cruzábamos con alguna figura solitaria que no era grato contemplar. Finalmente, llegamos a una construcción baja de madera, la lonja de los pescadores. Por allí había grupos de hombres torvos, de rostros morenos, ardientes y arrugados: pescadores y marineros. Un enorme montón de pescado fresco resplandecía en el suelo en medio del pequeño recinto. Al lado estaba el subastador.
Todas las noches, los pescadores, a su regreso del mar, desembarcaban sus redadas sobre el suelo del viejo caserón. A un lado del edificio había una galería con una larga mesa de madera tosca, y detrás, una fila de mujeres con los rostros más impresionantes que jamás he visto.
Ese era el mercado de las mujeres que negociaban con el pescado. Sus sillas eran los puestos que habían comprado. Ni una cara joven o agraciada entre ellas. Todas eran viejas, con rostros duros y bronceados.
Algunas tenían el cabello aplastado sobre la cabeza y otras iban desgreñadas. Sus bocas eran duras y severas, y sus ojos osados, fríos y cínicos. Una de estas viejucas fumaba un cigarro.
El subastador dio comienzo a la venta; una voz áspera, desde la galería, gruñó su oferta; una segunda voz, de timbre agudo, elevó la postura; después, otra, y, finalmente, el subastador anunció la venta. La que obtuvo la mercancía apretó un botón que hizo sonar un timbre y dejó caer una bola en la que estaba su nombre, y esta descendió por una canal hasta el cobrador, que preparó el recibo de la transacción. Las viejas se internaron en la noche llevando sus compras en enormes canastas que apoyaban sobre la cabeza. Estas ancianas briosas tienen su lonja, sus puestos en ella, sus leyes y sus reglamentos.