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“La Unión Europea es un proyecto grandioso, lo mejor que este continente ha logrado en los últimos mil años”, dice el diputado alemán Ralph Brinkhaus, y lo repite en cada ocasión que se le presenta: en programas de radio, en encuentros con los votantes, en las entrevistas que concede a la prensa. No todos en su partido, la Unión Democratacristiana (CDU), hacen gala del mismo europeísmo. Brinkhaus lo lamenta, pero pide comprensión. La situación actual no es fácil.
“Hace poco en un evento se me acercó un jubilado y me preguntó que cómo podía ser que tuviéramos tanto dinero para Grecia y no para subir las pensiones, que en Alemania llevan años congeladas. A veces resulta difícil explicar por qué tenemos que pagar por los errores de otros. ¿Por qué tenemos que pagar por la corrupción griega, por la burbuja inmobiliaria española, por el sistema bancario irlandés?”. Brinkhaus intenta entonces hacer entender “que también nosotros nos beneficiamos de una Europa pacífica y armónica. En ella estamos dispuestos a invertir cuanto sea necesario, pero la solidaridad no es unidireccional: los países que la reciben han de demostrar que hacen los deberes”, advierte.
Paz. Armonía. Solidaridad. “No, no… ¡pero qué solidaridad ni qué niño muerto!”, contesta Ramón Cotarelo, director del departamento de Ciencias Políticas en la Universidad española UNED. “El mantenimiento de la Unión Europea es vital para Alemania. Alemania es una potencia comercial mundial gracias a la Unión Europea, que le garantiza un mercado de 500 millones de personas, y eso no es ninguna tontería. Y además, ¿quién está metido en la deuda griega? ¡Los bancos franceses y alemanes!”, recuerda el politólogo. “El ciudadano alemán que crea que está pagando para salvar a los griegos, se equivoca. El ciudadano alemán paga para salvar a la banca alemana”, añade el economista David Lizoain.
Pero el discurso de la solidaridad se pronuncia mejor. Poner el hombro por un empobrecido griego o un portugués en dificultades es humanamente menos reprochable que defender la supervivencia de un banco. “Y, aunque nunca se mencione, también es más barato”, puntualiza Lizoain. Los clichés hacen el resto. Al fin y al cabo, en el norte siempre supieron que las finanzas sólidas y el ahorro no eran los fuertes de los socios del sur. “Los alemanes siempre han pensado que los mediterráneos somos muy majos pero unos vagos y los mediterráneos que los alemanes son muy eficientes pero que no hay quién los aguante”, comenta Cotarelo, “eso ya era así antes de la crisis”. Con la crisis se ha convertido en materia de argumentación, velada o abierta, ante opinión pública.
“Tenemos que convencer a los demás países de que una política financiera estable es algo bueno”, sostiene Christian Dreger, del Instituto Alemán de Investigación Económica. “El problema es que los alemanes no están en condiciones de dar lecciones en este campo, porque ellos fueron los primeros en violar el límite al déficit que fijaba el Pacto de Estabilidad europeo”, dice Lizoain. “Es cierto que en el pasado también nosotros cometimos errores, de ahí que sea importante para el futuro que la cuantía del déficit esté establecida en la Constitución”, indica Brinkhaus.
“Decir que saltarse el límite al déficit acordado en el Tratado de Maastricht fue un error es ser sólo parcialmente sincero: aquello no fue un error, fue un desastre. Dinamitó la Unión Europea. Como a los franceses y a los alemanes nadie se atrevía a imponerles sanciones, quedó demostrado que las instituciones comunitarias no estaban en condiciones de hacer cumplir las reglas que ellas mismas se habían dado y, a partir de ahí, todos se lanzaron a contraer más deuda”, objeta Cotarelo. Por otro lado, “un tope constitucional al déficit puede servir para reestablecer cierta confianza”, cree Dreger, “el problema es que se trata de una medida a largo plazo, y nuestra preocupación ahora es el corto plazo. Esta crisis dura ya demasiado y del gobierno alemán echamos de menos verdadera determinación a la hora de frenarla”.
“Si existiera un rating para cancilleres, Angela Merkel habría perdido la triple A”, escribía a principios de septiembre el semanario germano Die Zeit. También para su jefa pide Ralph Brinkhaus un poco de manga ancha. “Está sometida a mucha presión”, alega. Sin embargo, cuando nadie parece estar de acuerdo en nada, uno de los poco puntos de coincidencia es la crítica a Merkel. “Esta crisis le queda grande”, apunta Lizoain. “Han pasado tres años y seguimos sin distinguir solución alguna”, se queja Dreger, “y al final, no nos va a quedar más remedio que asumir cosas que no nos gustan”. Como por ejemplo los euro bonos.
El ahorro impuesto a Grecia contrae su economía. Las perspectivas de crecimiento son miserables. El país se da ya prácticamente por perdido. Y al efecto dominó se le tiene mucho miedo. Otros, como España, hacen con buena letra los deberes -“de eso somos conscientes en Alemania”, destaca Brinkhaus- pero tampoco los aplicados tienen el pasar de curso asegurado. “El gran drama de Portugal es que, aunque estamos cumpliendo a rajatabla con lo que demanda la troika, es muy probable que perdamos la batalla. Si los mercados vuelven a atacar, acabarán de un plumazo con el resultado de todos los esfuerzos”, lamenta António Costa Pinto, investigador del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa.
“Lo peor”, constata Cotarelo, “es que nadie sabe cómo salir de esto”. A David Lizoain le sobran las ideas. Valor y un poco de imaginación fiscal es lo que hace falta, dice. Introducir un impuesto al patrimonio o a la banca, para que no haya sólo recortes, y a nivel europeo utilizar los ingresos de una tasa a las transacciones financieras para estimular el crecimiento en los países con problemas; los actuales fondos de cohesión son insuficientes, opina. No ahorrar todos al mismo tiempo para que no sufra la demanda. “Y que los alemanes dejen de ser tan alemanes: que le suban el sueldo a sus trabajadores y moderen su obsesión por contener la inflación”, propone Lizoain, y podría con ello matar de un infarto a colegas como Dreger.
“Los que más han fallado aquí son los economistas. No hay dos que digan lo mismo. No existe unidad de criterio ni siquiera en las cuestiones más básicas. ¿Cómo le explicas entonces a los ciudadanos dónde tienen que estar los tipos de interés si unos dicen que al 0 y otros que al 1,5 o al 2 por ciento? ¿Cómo le explicas a los ciudadanos cuáles son los efectos del déficit si unos dicen que es el jinete del Apocalipsis y otros que no importa? La gente en España está asustada, y es normal”, describe Cotarelo.
De Portugal, cuenta Costa Pinto, se ha adueñado la desazón: “la gran mayoría de los portugueses es muy pesimista con respecto a su futuro inmediato, pero acepta la situación. Las elites sí que son más críticas. Lo que pasa es que sabemos que dependemos mucho de los mercados europeos, y sobre todo del mercado alemán, que es el principal destino de nuestras exportaciones”. En consecuencia se comportó el primer ministro luso, Pedro Passos Coelho, en su última visita a Berlín. “Su actitud fue la típica del mandatario de un país pequeño. ¡Hasta rechazó los euro bonos! Lo que es absurdo, porque todo el mundo sabe que beneficiarían a Portugal”, hace ver el politólogo.
En general, pese al terremoto sin perspectivas de amaino que recorre el continente, la conflictividad social se mantiene relativamente baja. Incluso en Grecia. “Hay mucha tensión. La austeridad y los draconianos recortes van a acabar con nuestro sistema público, pero la masa silenciosa soporta con resignación los programas de reformas”, observa Panayiotis Ioakimidis, profesor de política europea en la Universidad de Atenas. Una salida del euro sería para el país “catastrófica”, dice, mientras que diputados británicos crean nuevos grupos de euroescépticos y dan la posibilidad de adoptar la moneda única por sepultada, al menos para lo que queda de siglo.
La Europa de las múltiples velocidades nunca ha dejado de ser una realidad, constata Ioakimidis. Durante un tiempo el concepto se declaró superado. Ahora se rescata del cajón de las palabrejas comunitarias. “No todos los europeos pueden vivir al mismo nivel. Tampoco en Barcelona se vive igual que en Extremadura, ni en Atenas como en otras regiones de Grecia”, argumenta Brinkhaus, “eso es así. Siempre ha sido así”. Pero para la Unión “podría ser peligroso”, advierte Lizoain, si Europa ya no se relacionara con el progreso y la justicia social. “Aunque nadie lo reconoce, en Portugal se tiene la sensación de que las cosas positivas que se identifican con la democracia y el ingreso en la UE –el sistema de salud universal, la educación universal, etc.- no están a nuestro alcance”, afirma Costa Pinto.
¿Qué quedará del “grandioso proyecto” cuando pase esta crisis, si unos creen que les roba dinero del bolsillo y otros le ven cada vez menos lados buenos? Si la política, presa de las medias verdades, está fallando en su labor explicativa y los economistas no se ponen de acuerdo. “Yo no creo que los sentimientos ciudadanos vayan a jugar en esta historia un papel fundamental. Europa siempre ha sido cosa de las elites. La mayoría de la gente no la entiende y, al final, se fía”, opina Cotarelo. Se fía de lo que al ritmo del devenir financiero se decide entre Berlín y París, y “también eso ha sido así siempre”, anota Costa Pinto. La diferencia ahora -y he aquí el segundo punto de coincidencia general- es que la situación nunca había sido tan grave como lo es hoy.