Cuando el 15 de febrero de 1968 su padre los despidió en la estación de autobuses de Gijón, camino de Irún y de ahí a Bruselas, Andrés y Rodrigo escucharon su último consejo como un resumen de su educación: - Vivid como os he enseñado a escalar.

Todos los domingos por la mañana, cuando el resto de familias iban a la iglesia, Manuel llevaba a sus dos hijos a la Gran Roca. Justo en la frontera del pueblo contiguo nacía una montaña pedregosa con la forma de una seta sin capuchón. Podían encaramarse a su pared nada más salir de la carretera. El padre esperaba en la cima con un par de banderines serigrafiados con una palabra mágica para los tres.

La pareja de hermanos competía por llegar el primero y ambos seguían a rajatabla las instrucciones del juego:

-      Subiendo te caerás, porque este no es un juego de escalada sino un juego de caídas y recuperaciones; te quedarás colgado del arnés y, mientras mires abajo, tu vida quedará suspendida mientas tus músculos se acomoden y acabes transformándote de Spiderman a un inerte péndulo de carne viva.

Asumían la caída como parte de la carrera porque llevaban arnés de seguridad. Sin embargo un día el hermano mayor le recriminó a su padre: - Si la vida es una prueba de escalada ¿por qué no nos arriesgamos a subir sin arnés? Experimentaríamos el verdadero miedo.

Manuel tenía una respuesta preparada para su melodramático vástago: – En el 99.9% de los reveses que viváis no peligrará vuestra vida, creeréis ahogaros de vértigo pero sólo es cuestión de buscar un apoyo para poner el pie o la mano y de mirar hacia el siguiente recoveco para alzarse. El cuerpo es perezoso por naturaleza siempre os inquietará con miedos y advertencias de que es el final cuando sólo pocas cosas matan en la vida, sólo pocas cosas no tienen remedio.

Subían, caían, se colgaban, pero incluso antes de que la cuerda de su cintura se tensara ya estaban agarrados a la pared con la yema de los dedos.

La primera vez que Manuel los llevó de escalada Andrés se cayó y quedó pendiente de la cuerda a veinte metros de altura. Casi sin fuerzas se puso a rezar para que le volviera la energía. Sus músculos perdieron la excitación de la subida y ya no pudo seguir. Se dejó bajar y esperó a que su padre y su hermano acabaran. De vuelta a casa Manuel le dio una bofetada diciendo: - Incluso en la caída hay un tiempo para reengancharse y Dios no suele ayudar a los holgazanes que gustan de quedarse colgados por mucho que recen.

El padre sentó a sus hijos en el suelo formando un triángulo y escribió la letra S en la tierra.

-     Este pueblo está lleno de optimistas, de esperanzados, pero igual lo está de manos blandas y dedos finos como de pianista. Todos quieren ser felices pero o no saben o no quieren ponerse a conseguirlo. Por eso no busquéis la felicidad que es algo etéreo y confuso; buscad algo tangible y dependiente de vosotros: la SATISFACCIÓN de lo conseguido por el esfuerzo realizado.

El optimismo siempre ha de ser activo, es decir, ha de ir acompañado de capacidad de recuperación e instinto de supervivencia. La ventaja natural de este optimista es que se centra en soluciones, no se regodea en el pasado, no pierde el tiempo ni malgasta lágrimas. El optimista activo no es un iluso sino un ser eficaz al extremo, es un superviviente.

¿Nos agarramos de nuevo a la pared o seguimos colgados? Ojalá nos hubieran enseñado a subir cumbres como es debido.

Un fuerte abrazo!

José Ángel Caperán

Psicólogo y coach en Gijón

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