Allá por 1520, vivía en la ciudad italiana de Pisa un joven escayolista llamado Vittorio Vinciguerra. Admiraba a Miguel Ángel como los incas adoraban al Sol, siempre había soñado con llegar a ser un escultor como él. Pese a que era un obseso del genio florentino, él no poseía talento artístico alguno. Lo intentó en innumerables ocasiones pero el resultado ni siquiera lograba alcanzar forma humanoide. Cuando comparaba sus creaciones con las de su ídolo acaba destruyéndolas a mazados como poseído por un diablillo descontrolado. Llegó a estar tres semanas sin dormir ni un solo minuto y las alucinaciones se empezaron fundir con su realidad hasta que tuvo una idea magistral.

Hizo correr la voz entre la población de que había descubierto un tipo de escayola que, untada a la piel, lograba mantener la juventud y la belleza contra el paso de los años. Por su taller pasaron primero los clérigos, luego los aristócratas, los mercaderes e, incluso, los mendigos. El sortilegio era gratuito pero también anónimo, nadie sabía quiénes se ponían en manos del bueno de Vinciguerra.

Todos ellos fueron envueltos por completo en yeso logrando esculturas asombrosas que superaban cualquier aproximación a la realidad de los mejores maestros del Renacimiento. Cuando salían de la casa de Vittorio apenas podían articularse, no podían hablar, ni siquiera gesticular. Para completar el tratamiento, y que su proyecto cumbre no se estropease, promulgó tres normas que debían seguir:

1. Ahora sois los más bellos de la Creación, y los bellos con los bellos se han de relacionar, así que viviréis a partir de ahora en el Valle de la Hermosura.

2. Ahora hablaréis todos igual, el lenguaje de lo Obvio.

3. Todos seguiréis el mismo camino y con el mismo ritmo, el Sendero de lo Debido.

En la entrada al apreciado Valle se podía leer una inscripción que significaba el hecho de que allí se hallaba la felicidad:

“En el Valle de la Hermosura lo bueno es lo contrario de lo dudoso, y la mayoría no duda, la mayoría es lo normal, por lo tanto lo normal es bueno y la mayoría buena, lo bueno es lo feliz, por lo tanto la mayoría es la felicidad”.

Allí vivían todas las estatuas vivientes de Vittorio Vinciguerra, todas con el mismo gesto de sonrisa tranquila en la cara, todos con los ojos inertes, todas moviéndose tan predeciblemente como las demás. Como externamente todas eran iguales nadie parecía ponerse nervioso ni agobiado. Desde la falda de la montaña sólo se divisaban hombres y mujeres perfectos, sonrientes, ordenados, en definitiva, supuestamente felices. Si uno se desesperaba el miedo a que los bellos le tildaran de farsante le hacía reprimirse y aguantarse, aunque su escayola se humedeciera en su cara interna por un arrollo de lágrimas mudas incesante.

Pronto el Valle se quedó pequeño y los estados de la península Itálica fueron cubriéndose de figuras blancas que seguían las tres normas y el mantra supremo de la buena, normal y única felicidad.

Sin embargo cada día había estatuas que se desquebrajaban por las filtraciones de sus lágrimas y la vibraciones de sus gritos desgarradores. Estas personas, ya con su piel expuesta, sentían tanta vergüenza y fealdad que se recluían en cuevas y allí pasaban el final de sus días. Pronto el mundo se dividió en Valles de Hermosura y Cuevas de Vergüenza y nadie se extrañó que no hubiera otra alternativa.

¿Dónde estaba Vittorio Vinciguerra? Libre, por encima de valles y cuevas, no había sido tan estúpido como confundir las reglas de un juego con las reglas de una vida.

Hazte esta pregunta: ¿eres normal? Si eres normal… ¿Eres libre?

Espero que os haya gustado y me respondáis.

Un fuerte abrazo!

José Ángel Caperán

Psicólogo y Coach. Asturias.

Twitter @Jcaperan

Mail: jacaperan@gmail.com