En un tiempo pasado ningún hombre podía ocupar su memoria con más de un recuerdo. Ni siquiera lo podríamos llamar recuerdo porque solamente era una fugaz fotografía del momento presente: el plato de comida frente al comensal, el sonido del tren al entrar en la estación o la cara de la persona que nos está hablando.
Estas gentes se encontraron con una guerra, con huracanes, grandes incendios y hasta una peste. Durante las calamidades, lo que había sido la rutina aburrida pero, al fin y al cabo, libre, del día a día, se tornaba un ocio reparador: bajar la basura, ir al supermercado o pasear al dichoso perro.
– Éramos felices, amigo. ¿Recuerdas cuando podíamos caminar libres por la calle? ¿Cuando no te preocupabas de contagiarte de la peste?
– Dios mío, amigo. Sí, éramos felices y no lo sabíamos.
– No podemos olvidarlo – sentenció el buen vecino.
Sin embargo, como cualquier explosión de una estrella, como cualquier desgracia e, incluso, como la tristeza por la peor de las muertes, todo pasa.
– Y lo malo se olvida – deslizó, sabia, otra buena vecina al narrador de este relato.
El día siguiente al paso de la tempestad, de la peste y de todas las tragedias, la memoria sólo filtraba el presente descuidado y despreocupado. Todos los malos recuerdos, útiles malos recuerdos, se diluyeron en un sumidero de dendritas enrevesadas en los fondos intocables del cerebro.
Fue el joven filósofo que vivía al fondo de la calle quien, sabiendo de esta discapacidad de los humanos, había ido recopilando lo que él llamó “señales” para ayudarle a dar valor a la vida tras el final de los males: una bolsa de basura, una multa por caminar por la calle fuera de horario, una mascarilla, un boto de gel hidroalcohólico y un rollo de papel higiénico. Metió estos objetos en una pequeña mochila que llevaba a todas partes, como un complemento más de su vestuario.
Los amnésicos vecinos lo empezaron a llamar “el mochilero”, entre mofas y risitas. Cuando le preguntaban qué llevaba en la bolsa él respondía: – llevo mi memoria – respondía sin complejo alguno. – ¿Dónde está la tuya?
Y un osado respondió: – la mía está en la comilona de este mediodía – río henchido de su vulgar orgullo de miradas cortas y valiente ignorancia.
Reflexiona: ¿recordarás este año toda la vida? ¿Te servirá de algo recordarlo? ¿Vivirás tu vida de forma diferente?
¡Un fuerte abrazo!
José Ángel Caperán
Psicólogo y coach
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Ilustración: Benjamin Lacombe