El coronel Muamar el Gadafi ha entrado en la espiral de la historia, en el capítulo de lo anterior. Para los mitómanos sin apenas escrúpulos habrá cierto romanticismo, también el diablo lo ha tenido en obras mayores. Quizás por ello, el análisis de los últimos tramos de la contrarrevolución libia pueda parecer una película del Hollywood valiente, el de la caza de brujas. En los últimos meses, desde marzo para ser concretos, el asedio a Trípoli ha sido una constante entre el fracaso general y el particular.

Gadafi  reprimió con notable éxito hasta el punto de aislar a los rebeldes en diversos focos y no en uno global, y de ese modo conseguir dos cuestiones relevantes en el arte de la guerra en corto: desmoralizar al enemigo y ganar tiempo. De este modo, la estrategia del coronel iluminado (al que Keith Richards podría dar vida en el cine) convirtió Trípoli en una ciudad sitiada por la sospecha. La cartelería propia de un dictador en su laberinto y los brutales ataques bomba a cuerpo contra la población, propiciaron un estado acorde con la agonía de los gobiernos impertinentes. Los ciudadanos de la capital comenzaron a mirarse mal, a ver agentes dobles por todas las esquinas y todas las cafeterías de los hoteles donde se refugian los corresponsales extranjeros.

Trípoli, dentro del terror, el caos y la muerte gratuita de la guerra, se asemejó durante estos seis meses a una ciudad de película. En el tópico, la realidad supera a la ficción pero, lánguidamente, el espectador occidental espera la recreación de la ficción para conocer la realidad. Podría ser una película con una línea del cielo quebrada por edificios desarrollistas, colmenas amarillas. Para no esperar mucho y ser rentables cuanto antes (como suele suceder en los últimos tiempos dada la escasa imaginación de las grandes productoras) la película podría rodarse en Beirut, siempre que tenga un momento de tregua.