No es un actor normal, aunque sólo sea por el hecho de que superó su espantosa condición de niño prodigio y de que piensa que está muy lejos de convertirse en la enésima mala versión de la caída de los dioses. La superstición nubla a veces su mundo y le conduce por vericuetos asombrosos, plenos de nuevas posibilidades, y se come el mundo cuando el alcohol le saca de sus permanentes amagos depresivos. Esta mañana su representante le ha traído un guión muy desmejorado, de sexta mano. La trama es convencional, por reiterada y por vulgar. Se trata de un empresario de éxito que ha sido abandonado, paulatinamente, por su mujer, su hermano, sus amigos y sus colaboradores. Solo contra el mundo se dispone a celebrar su 48 cumpleaños, pero antes tiene una cita con su hermano, ex convicto de la droga, que desea hacerle un regalo. A partir de ahí el argumento estalla en un endemoniado juego que conduce al protagonista a diversos extremos peligrosos, muy difíciles de superar por un hombre corriente. Hazañas breves en unas escenas convulsas en las que todo es un montaje elaborado por una supuesta empresa dedicada a estas falacias de alto nivel. El objetivo del juego es llevar al empresario de éxito a un estado de excitación vital límite, a la creencia de que nada es pura casualidad, de que todo está ocurriendo de verdad, hasta lo más inverosímil. En un final apocalíptico, el papel del protagonista, tras matar a su hermano sin pretenderlo, decide suicidarse y lo hace. Ni él mismo sabe que su leve muerte también es ficción, como lo han sido el asesinato previo, su bancarrota vía latrocinio industrial y la salida de su propia tumba en México. Un escarmiento global conducido por su hermano para que el hombre de moda baje de su nube de soberbia y viva en la humana realidad. Final feliz y a otra cosa.
Pese a que su representante califica el guión como poco apto para sus características pero muy válido para pagar las deudas, el actor considera que el planteamiento es ambicioso y que su particular habilidad para crear personajes de la nada podría elevar un papel a priori desdeñable a una actuación insuperable. Como cuando hizo el Ricardo III en la versión vanguardista de un director novel. Un trabajo que pasó con más pena que gloria por los cines academicistas de los concursos de verano. Ni siquiera llegó al circuito comercial. Aquel joven director no superó a Ed Wood porque se retiró a tiempo. Sin embargo, el actor cree que aquel papel es digno de pasar a la historia de la interpretación y al álbum minoritario y elitista de las pequeñas joyas del cine de vanguardia.
En la vida del actor hay dos mujeres. Su madre, por supuesto, y Lucy Ball, nombre artístico de Lucía Balaguer, una corista de un local de la Diagonal a quien el actor quiere dar un papel en su ópera prima como director. Su madre vive en un pueblo sin cine y cr ee que tiene un hijo famoso por los recortes de prensa que le envía él mismo y un Goya de plástico que le regaló para poner en la encimera de la chimenea. En un margen del guión que le ofrecen para ser el empresario de éxito apunta que el papel de la mujer fatal será para Lucy Ball, aunque habría que adaptar el personaje a la edad de la corista. El representante considera que el actor comienza a desvariar y le aconseja que lo piense y responda en un par de días.
En un respiro de su esquizofrenia de andar por casa repasa fotografías en blanco y negro de su prometedora y errática carrera. Se recuerda, como en los documentales de las estrellas cuando mueren, en los teatros de instituto haciendo el Valerio del ‘Tartufo’ en la adaptación de Enrique Llovet, un don Latino de 17 años histriónicamente caracterizado para el acto noveno de ‘Luces de Bohemia’, una mancha oscura que se supone es una escena de ‘El triciclo’ de Arrabal, pruebas de vestuario en la capilla del seminario, novias antiguas en las fiestas de después de los estrenos juveniles donde amplificaba la felicidad… Nada de su deambular ulterior por las cloacas de la farándula, nada de sus tardes de mimo en Preciados, nada de su caída en brazos de todas las tentaciones. Nada de sí mismo.
Esta noche, en un canal temático de cine apenas actual ve la película del último guión que le ha pasado el representante. Su papel lo hace Michael Douglas y el del hermano, Sean Penn. En el círculo que le marca la medicación advierte unos instantes de confusión severa, pero enseguida regresa a su mundo y centra su análisis. El hijo de Douglas no está a la altura de su planteamiento. Y la trama, efectivamente, es un elogio de la ficción dentro de una falacia. Todo es una gran mentira que salta de la pantalla, como en ‘La rosa púrpura de El Cairo’. No hay guión, no hay representante, ni siquiera Lucy Ball. Sólo esos pequeños fantasmas con sus misterios infantiles que le acompañan en la habitación de la pensión. Para él, la sala de cine privada de la mansión de su nuevo productor