La ciudad se intuye por la presencia de las grandes superficies a ambos lados de la autopista, y por los primeros nudos de salida a poblaciones cercanas a la capital. El termómetro del coche para la temperatura exterior marca 32º, nada que ver con la que están dando en la radio desde hace más de una hora. Hace un calor bastante más infernal. Suena una canción de Gainsbourg, la publicidad es casi toda de autopromoción de la cadena, y la escasa y breve información, propia de la radiofórmula, habla del Ibex y otras catástrofes fuera de lugar. Si no fuese por los carteles del Ikea y las marcas de los automóviles bien podríamos estar en los años sesenta. Como suele suceder en estos casos, es conveniente llegar al hotel antes de las siete de la tarde, algo que a quien conduce se le antoja imposible, así que decide hacer la penúltima parada en la siguiente área de servicio. Alguien protesta en el asiento trasero porque quiere aprovechar lo poco que queda de sol para ir a la playa, según los folletos a un paso del hotel, como siempre. El bar del área de servicio está prácticamente vacío, apenas un par de turistas en una mesa y en la barra varios trabajadores de algún polígono cercano, que se vuelven y miran y dicen cretinos, sin decir. La ley del verano.
Este es el preámbulo más cercano, casi inmediato, al inicio de unas vacaciones que no han sido fáciles. John Doe se casó de penalti el pasado enero, apenas tuvo doce días para la luna de miel, que aprovechó para terminar un par de encargos pendientes. Cuando regresó al trabajo se encontró con un ERE en la agencia, el tercero en dos años. Este no se pudo esquivar. No tuvo muchos problemas para encontrar un nuevo empleo en la empresa de un hermano de su madre, pero el tío falleció a los quince días. Así inició su andadura por el paro. Su hija nació la tarde del día de la mañana en que Doe selló en el Inem. Poco antes de la boda, la pareja había comprado la hipoteca del apartamento de unos amigos suyos, para lo que solicitaron un crédito que les fue concedido gracias al aval del tío que iba a morir y que era el dueño de la empresa a la que John Doe fue tras ser despedido de su agencia. Ahora, la víctima, confía en los indignados para cuando llegue la policía judicial a pedir explicaciones por el impago, y en última instancia para echarlos. Con este espectacular panorama era difícil pensar en ver el mar este verano, pero la vida es cruel. En un sorteo entre millones de códigos de barra de una marca de cualquier café, la fortuna les tocó los cojones y salió su número. Doe pensó en un primer momento en no dar señales de vida, pero la insistencia de su joven esposa, ilusionada con unas vacaciones en mitad de la tormenta, le hizo cambiar de opinión. Aunque sólo de cara a la galería, porque empezó a vender la estancia en un hotel de cuatro estrellas a un paso de una conocida playa del norte a los amigos que le quedan, primero, y a todo el mundo, después y a la desesperada. Sin recursos ni esperanza para colocar un anuncio por palabras en un diario local, hizo fotocopias con la oferta pormenorizada, las referencias y su móvil como contacto, y las colgó de todos los tablones de anuncios a mano. Desde las bibliotecas a los cafés de moda. Lo que pareció una genial idea se tornó en una seria amenaza de denuncia de una conocida y poderosa agencia de viajes. John Doe tiró su móvil y las facturas al río, se dio milagrosamente de baja en su operadora y se hizo el sueco. Al final no tenía otro remedio que satisfacer los deseos de su mujer, la auténtica receptora del regalo envenenado. Hizo cuentas y percibió que lo poco que le quedaba de la liquidación del ERE se le iría en la arena del Cantábrico, en la habitación de un hotel que odiará para siempre. Por supuesto, el magnífico premio sólo cubría la estancia, ni siquiera media pensión. John Doe se rindió por naturaleza. Está escrito en los libros de la miseria: la suerte y la desgracia riman muy en asonante.
El silencio del área de servicio suele llevar al televisor si está encendido, como es el caso. El intenso busto parlante dice que hay problemas circulatorios. Doe, el conductor, piensa entre tanto pensar que están hablando de medicina, del corazón y sus infartos. La imagen, tremenda por cierto, le hace cambiar hasta de pensamiento. Es una zona local, es el lugar a donde están llegando, se parece efectivamente mucho al hotel de su desgracia. El espacio televisivo lo patrocina una marca de cualquier café. El gerente de la multinacional cafetera está esperando a una pareja ganadora de un concurso de código de barras. Es la hora de la verdad, pero la pareja ganadora no llega. Es la gran sorpresa: un millón de euros para el matrimonio de un millón de besos. Sólo una condición: antes de las siete, como recomendaba el folleto