Gilberto Gil anduvo el otro día en el Centro Niemeyer mostrando sus mejores versiones, en la filosofía cultural y en su faceta estrictamente artística. Es decir, en su relato vital y en su música. “Una canción es una línea eléctrica de corazón a corazón”. Gil no es partidario del consumo estandarizado y comercializado de las músicas, sino de un inmenso espacio cultural al que van a parar las creaciones y las pautas universales de la cultura y del que cada uno puede servirse sin temor a la persecución de las instituciones que defienden la propiedad intelectual. Arduo tema para los tiempos que los autores viven en España. Es cierto que la excesiva fiscalización de la música ha llevado en nuestro país a situaciones tan absurdas, o cuando menos tan chocantes, como pedir un canon a las bandas de pueblo por interpretar ‘Paquito el Chocolatero’. También lo es que los autores tienen derecho a salvaguardar su obra, sobre todo en situaciones de dignidad creativa, no tanto en las de recaudación pura y dura. Cierto también es que el pensamiento de Gilberto Gil sería el más adecuado en un paisaje de verdadera bonanza y felicidad, ciudadana y cultural. Quiero decir que las tesis del ex ministro (“que no político”, como expresó en Avilés) de Lula da Silva son válidas en un cauce social muy distinto al que estamos viviendo y al que hemos vivido hasta ahora. La socialización de la cultura –en el sentido socialista del término—no es ya de este mundo. Incluso los creadores más radicales en su progresía –no todos, claro está—son partidarios y partícipes de defender su materia gris. Difícil esto del sírvase usted mismo.