A esta hora, sea cual sea, en Pamplona es la misma. Una hora sin final, un anillo de Moebius empedrado que desprende una gigantesca columna de fuego del color del humo del gintonic.
Pamplona, a esta hora, es una bomba japonesa repleta de ruidos inacabados, un barullo sinfónico que comienza y termina en un cuerpo joven, sin edad definida, exultante de sudor cómodo. La fiesta de los sentidos, sin duda. Esta es una guía de urgencia, nutrida de emociones y poco sentido común, a todas luces amateur y con ninguna pretensión, ni intención, de rigor. Una guía fuera de programa.
Hubo un tiempo en que las destartaladas DKW, los melenudos y las valquirias asombraban, e incluso escandalizaban, a los nativos en Pamplona durante los sanfermines. A su vez, los aventureros australianos y estadounidenses y las suecas que llegaban en caravanas psicodélicas alucinaban con las costumbres de la tribu local.
Hoy, todo evoluciona, la confluencia ha convertido el encuentro en un mestizaje explosivo, relativizado por unas buenas maneras adquiridas a base de disgustos, algunos de al to voltaje, como los mismos sanfermines.
La fiesta es demasiado previsible en conjunto pero mantiene las incógnitas de los corazones solitarios que aún esperan noticias de la exageración. Nueve días, a 24 horas el día, sin freno, sin apenas normas escritas, la fiesta ha madurado y pese a que haya perdido la condición de espectáculo para espectadores (ahora todos se funden en una confusión de difícil delimitación), conserva lugares, momentos y emociones muy fuertes, y conserva costumbres desconocidas para las televisiones y los documentales, costumbres que se pierden en las décadas de cuando todavía se podía mantener una conversación en la terraza de un bar de la Plaza del Castillo.
Poco antes del chupinazo del pasado miércoles, el minuto de gloria de cada uno se diluye en la espera hasta el estadillo del gigante que marca el camino a la intemperie, a la bendita vorágine de la vida enmarcada en las fotografías de la juventud.
Pamplona se desplaza de la vida nueve días, descarrila hacia una felicidad extraña que habita entre la tontería y el delirio. Disfrutar por disfrutar podría ser la definición mundana de la fiesta, pero se queda corta.
Alejándonos de la demagogia habitual que hierve en las explicaciones en torno a los sanfermines, podría decirse que ni el misterio, si lo hay, hay que buscarlo en ancestros apenas descriptibles, como tratan muchos de los viejos intelectuales del lugar, ni en la superficial poesía pop surgida del ‘mito Hemingway’ y el extranjero borracho en el encierro. La cuestión es mucho más sencilla y telúrica. La fiesta hay que vivirla como un auténtico energúmeno sorprendido y feliz. Un dolor de muelas o una rozadura en el talón te la pueden amargar si no estás dispuesto al olvido, al ridículo y a la estupidez. Sólo se precisan, al margen de lo habitual, estómago y garganta a prueba de casi todo y no se exige humor inteligente. En muchos momentos, apenas se entiende lo que dicen o gritan a un metro de distancia.
La fanfarria del debate taurino que otorga a los sanfermines cierta tendencia al tremendismo es otra falacia enmarcada en una mentira envuelta en una calabaza.
El ritual del encierro también tiene término medio: ni goza del halo sagrado que le otorgan los denominados ‘divinos’ (corredores expertos, por lo general nativos) ni es la carnicería sin sentido que esgrimen los amigos de los toros. Que luego en la plaza los gladiadores intenten ganarse el favor de las peñas bullangueras enfrentándose a morlacos de seiscientos y pico kilos, y todo esto ofenda al taurino purista y divierta al turista, es otro cantar, uno más de la fiesta. No se trata de desmitificar pero tampoco de mitificar.
A los sanfermines se entra por una puerta y se sale por la misma. El himno es mientras el cuerpo aguante.
Para quienes dicen y escriben, que también los hay, que la cota cultural de la fiesta está en el buen comer y el mejor beber y en tirarse de cabeza desde la fuente de la Navarrería, hay que apuntar por si acaso que los parques ocultan buena música, que los museos no suelen cerrar y que hay otra vida fuera del mapa de la irrealidad y la charanga. No es el mejor momento para ir a conocer la ciudad más allá de lo mínimo para no perderse a la salida. Dentro no tiene importancia. Ahora mismo deberíamos estar todos allí