De un momento a otro, la primavera va a pasar el testigo de las horas al verano, y esta convención secular por el motor de las calendas hará que pasemos más calor, o nos quejemos aún más de los pronósticos. El brote primaveral, con su polen, sus alergias y sus niños con granos, se va por la avenida de la costa, en la cola de una manifestación de despedida. El cambio de estación se produce como el cambio de vías, de un hachazo certero y oportuno, como si unos pocos grados de temperatura borrarán de un trazo grueso y oscuro la vorágine sucedida. Llegan días de molicie para calmar la violencia de las gargantas en tintos de verano y sifones de hojalata. La lírica es el mejor antídoto contra la estupidez, quizás porque se suma a ella como la corriente al viento solano. La productora de los días vaticina tormentas eventuales, chaparrones insólitos para estas fechas, deberes sin hacer en los consejos de ministros y en los de administración. Un estío que arde en la llama de un fósforo envuelta en una hoguera envuelta en un infierno. Demasiado fuego para que el otoño que viene sea caliente, como es costumbre. En esta ceremonia de la climatología y el cuidado de la piel, entre las caravanas domingueras a las playas y los restos del naufragio en las ciudades, se cuela la inquietud del futuro próximo, ya convertida en la incertidumbre del día a día. Se acortan los plazos para los gobernantes del mismo modo que parecen ampliarse para los gobernados. Por estos días sin mando va colándose la rutina de las revoluciones incruentas. Nadie se acordará de nadie cuando llegue el otoño. Las fotografías de la primavera, tan veladas como el cielo bochornoso que precede al aguacero, son las de una guerra tenue. Al final del día, los culpables son los mismos con una jornada más de experiencia. El rito del cambio en los palacios, como el de las estaciones, no deja de ser un calentón en el termómetro. Nadie se explica cómo actúa la mosca de la sucesión en los parlamentos regionales. En este país das un voto y te devuelven un melón.