Como el Discóbolo de Mirón, la Gioconda de Leonardo o incluso el Aleph de Borges, el penalti de Pirlo se alza en el museo de la mitomanía de los bobos con un nuevo formato. En contra de lo preestablecido, no quedará en piedra, ni en lienzo, ni en las bibliotecas. Dormirá en los vídeos que, como bien avanzaron los profetas de la insoportable new wave, mataron a la estrella de la radio. Este héroe, efímero como estas líneas, que sucumbió de lleno a la tentación de la genialidad se convierte estos días de vinagre en la imagen congelada del alfarero de diseño italiano. Con la mirada nebulosa (semejaba el Malcovich más perverso), futbolísticamente Pirlo encaró el penalti desde la proximidad del fracaso. No se trataba del habitual “no hay nada que perder” porque aún tenían margen el triunfo y la derrota. Diez metros en un par de segundos, el ridículo vuelo del balón rompió la hoja de ruta, y donde había temor se instaló la revolución. Nada les gusta más a los italianos que ir por libre cuando todos los dan por previsibles. El penalti de Pirlo es como la última broma de la noche, como la gamberrada de los niños ricos, siempre desmesurada. También es la última palabra del viejo de la tribu, el consejo de la voz de la experiencia. Bello pero tonto, grande pero peligroso, fuera de lugar y tiempo, una bomba debajo de la lengua. ¿Qué trayectoria siguió el talento del ejecutor? ¿Pensó en todas las variables antes de seleccionar la más complicada? ¿Concluyó, como dicen los expertos, que era la mejor manera de recuperar la moral ganadora del equipo tras el error de Montolivo? ¿Quiso pasar a la historia? ¿Era un homenaje a Panenka, ese desconocido? No. Sencillamente le pasó lánguido por la cabeza el cansancio de una tarde muy pesada, de un partido demasiado largo: “Te vas a enterar, imbécil”, y le pegó a la pelota como si fuera de trapo. Con odio y con suma desgana, los mimbres del triunfo.
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