Escuché en muchas ocasiones a un excelente periodista asturiano asegurar que el primer hombre que vio la muerte en la mina en los ojos de los familiares de la víctima fue José Vélez Abascal. Con su cámara, claro. Cierto es que fue pionero en reflejar muchos aspectos de la realidad asturiana. En el archivo de la memoria selectiva, la obra de Vélez va más allá del revelado (más allá del instante que ha fijado la fotografía). Su descripción gráfica de la vida en blanco y negro es una ruta común a generaciones de gente corriente, acostumbrada a la lucha, a los percances y a la vivencia del momento (mañana es un adverbio de tiempo). Y de gente no tan corriente, hitos buenos y malos en la orla civil y militar de esta tierra. Sin duda, de sus trabajos me quedo con los frescos costumbristas más burgueses y con la dureza rural de sus paisajes de cuando existían las afueras. Vélez fue hasta el final un tranvía transversal, cruzado en mitad de todos los caminos que conducen a Oviedo. Crítico, exigente y polemista sin pendencia, este periodista más de raza que nadie, puesto que lo fue hasta el último día, este cazador de momentos era un terremoto de la palabra en directo.
Sus inigualables metáforas (algunas de complicada transcripción) y sus teorías imposibles del sentido común quedarán para siempre en las pocas tertulias que quedan en la ciudad de sus sueños (más correcto sería decir de sus entretelas). Azote de la rutina y enemigo de las apariencias, tenía el mapa del tesoro de todas las argucias de la profesión con el único teleobjetivo de seguir reflejando las sociedades que vivió, en una evolución afín a una trayectoria vital. Solía decir Vélez que dirigía el único periódico regional con capital asturiano, en un alarde explosivo entre el orgullo y la crítica a la globalización mal entendida. Deja vacío Vélez, como personaje de la ciudad real que él mismo noveló a su modo, y como personalidad de una profesión que tuvo en él un contundente contrato de honestidad. Pasará mucho tiempo habitando en el recuerdo.