En los plazos futbolísticos la estancia de Manuel Preciado en el Sporting de Gijón se considera larga, por no decir muy larga. Es raro que un técnico dure tanto tiempo en el banquillo de un equipo de Primera División. La trayectoria de Javier Clemente, su auténtico sustituto (Iñaki Tejada ha sido, en fin, una transición), también es longeva en los calendarios del fútbol. Tan longeva como personalista y polémica. De este modo, y de momento, el Sporting ha ligado en el tiempo a dos personajes singulares, exclusivos porque su talante trasciende el campo de juego. Ambos prefieren al futbolista antes que al balón, quizás el cántabro crea más en la táctica, cuestión de dudosa valía para el vizcaíno, y los dos son atractivos para el mercado mediático. Preciado ha llevado a las ruedas de prensa el lenguaje del vestuario como Umbral llevó el cheli a un diccionario, y Clemente es un maestro en incendiar titulares con el mínimo esfuerzo verbal. Va a ser muy difícil que el sportinguismo haga una religión de la clementina, como lo hizo con Preciado, hombre más entrañable y más visceral que Clemente, que ha marcado su carrera por un pontificado que algunos piensan cercano a la soberbia o, más adecuado, a la chulería (él siempre defendió que en realidad es honestidad, y tal vez tenga razón). Si la aceptación de Preciado siempre ha sido unánime, más aún en los momentos difíciles quizás por su apego a vivir en el alambre y a salvar la casa en llamas, con Clemente no sucederá lo mismo. Habrá amores a muerte y odios inquebrantables, pero jamás dejará a nadie indiferente. Ni siquiera al escéptico. Si lo importante es que dé juego en el campo, de lo que no hay duda es de que lo dará mucho fuera del estadio. Clemente es de los que busca la suerte, no es preciso deseársela.