La prudencia no es precisamente una de las cualidades del español medio, aunque, para ser justos, la imprudencia sigue siendo noticia, luego tampoco es una costumbre o un uso generalizado. La paleta sociológica del ciudadano patrio tiene muchos matices.
Tras este último período multivacacional, un amigo hostelero reflexiona sobre la actitud de la clientela a la hora de pedir y clasifica las formas hispanas y las extranjeras. El turista accidental, me cuenta, suele preguntar el precio de todo lo que se pone a tiro para decidirse finalmente por esto o por aquello. O por nada. El español, sin embargo, pide sin preguntar aunque sea la primera vez que visita el local.
Esta tesina acerca del decoro español tiene evidentemente sus matices, pero en líneas generales puede aceptarse como buena. Solemos decir educación cuando en realidad es reparo, y hablamos de timidez cuando deberíamos decir vergüenza, y no torera precisamente. Si uno no pregunta y el precio duele, la crítica suele quedarse en la mesa, que si vaya clavo, que si esto es más caro que Londres y demás topicazos. Pero casi nunca alcanza al responsable, al poseedor del derecho de admisión. Sin embargo, en ocasiones el apocado se toma un par de copas y lleva su habitual sufrimiento en silencio hasta el extremo del libro de reclamaciones. No hay término medio para el recato español.
Pudiera pensarse que el extranjero es más descarado, más honrado consigo mismo precisamente porque no está en su país, y en este va a estar sólo cuatro días, pero no es así. El español medio, el de la prudencia, cuando va al extranjero también masculla en lugar de quejarse. A no ser que la timidez vuelva a regarse con unas birras y, al no saber decir en otro idioma libro de reclamaciones, vaya directo al escándalo o a llevarse la jarra en el bolso.
Quizás el planteamiento esté un tanto exagerado pero se ajusta a la media de nuestra escasa prudencia. La algarabía en las barras por el precio de la consumición no es abundante en nuestros bares, en nuestros días. Quedan lejos aquellos tiempos del célebre simpa, y aunque aún haya reductos, la agudeza del encargado ha mejorado con los años.
También está el prototipo, con pocos clones, del rey del mambo. A este estereotipo de cliente no hay dios que lo pare: trata a los camareros como si fuesen sus empleados, manda a los corrales la carne si está poco hecha, muy hecha o al punto. Le da lo mismo. Hace abrir tres botellas de vino: la primera huele a corcho, la segunda está picada y la tercera puede beberse “aunque ya las vi mejores”. Curiosamente este tipo sale dando palmadas al personal y dejando buenas propinas. También suele dar positivo a los pocos kilómetros.
En contraposición, el leal y apocado cliente suele comerse el típico filete suela de zapato con patatas fritas sin hacer por dentro, el vino ardiendo y el pan de ayer. No hay queja, incluso se toma un café hirviendo y un orujo, éste para olvidar. Eso sí, se venga con una crueldad rayana en la inocencia: no deja mucha propina, pero deja, y promete para sus adentros que no volverá. Hasta mañana, claro.
Estos dos estereotipos, cercanos a los personajes del tebeo, están matizados por múltiples singularidades ante el menú del día. Está el parroquiano de toda la vida; ese hombre que se sienta siempre en la esquina del fondo y aburre al camarero, ya de por sí aburrido.
Durante las tres horas que suele estar en el sitio le caen un par de vinos de los viejos conocidos que aparecen esporádicamente a sacar tabaco de la máquina o a tomar un café expresso , por la rapidez.
La señora de un café de dos horas con medio local esperando a que suelte el periódico, el tipo de una caña de hora y media por los sudokus. Y el romántico hombre silencioso que entra, saluda, bebe y se va, todos los días a la misma hora, la misma bebida, la misma sobriedad. Por lo general, se le llama, por ejemplo, don Francisco, siempre de don a esta gente.
Del otro lado de la barra, evidentemente, también hay estereotipos y auténticos prototipos. Hay gente capaz de levantar el ánimo a un moribundo, entusiastas de la bandeja que recitan una carta de 25 platos sin pestañear; y hay gente capaz de hundir en la miseria depresiva al más pintao de la clientela.
La vida en los cafés de día, en las barras de bar, plantea un escenario costumbrista con escasas variables. Por eso cuando aparece el guiri nos justifica en la tradición y nos recuerda nuestra condición de nobles sin título.
1 comentario
# Barry Responder
07/05/2011 23:25Español, Francés, Alemán, Chino... al final todos somos...¡personas! :)