No son malas vísperas, ya me entienden, para hablar de Carlos López-Otín, hombre de Ciencia reconocido en cualquier lugar, en cada momento y, desgraciadamente, en cada ‘oportunidad’ de nuestro territorio, de otros y de los de más allá. López-Otín atesora cosas de este mundo tales como la amabilidad, la paciencia y el decoro. Cosas de otro mundo, como saber mucho de materias incomprensibles y por lo que dicen los que saben, necesarias. Y los que saben aún más aseguran que son imprescindibles para lo que no había remedio hasta hace poco. Una luz en un túnel elaborado con las lentes de una inteligencia poco asequible, y por eso muy poco comercial. Y, finalmente, atesora cosas del más allá, como su discreción, su generosidad, sus siempre segundos planos y que pasen mi equipo y mis colaboradores. El científico que descubra a López-Otín será, sin duda, agasajado con las mayores glorias del mundo de la fama, de la ciencia, de la historia y de la investigación. Tiene este hombre, instalado por emoción en Asturias y por devoción en su laboratorio, el perfil ideal descrito por quienes idearon el manual de perfiles para mostrar en el escaparate que merecen las generaciones que se aproximan: jóvenes, pujantes, ilusionadas, vivas. Quién nos lo hubiera dicho. Esas generaciones para las que precisamente trabaja, sin pausa, este científico escondido en un trabajo inmenso. Inabarcable, incluso para él.