La última víctima mortal en España y hasta ahora de la denominada violencia de género fue S.G.C., apuñalada por su cónyuge. Ocurrió en un pueblo de Almería hace menos de dos semanas. S.G.C. tenía 41 años. El recuento oficial dice que con su muerte son 47 los cadáveres que ha dejado esta insoportable plaga en lo que llevamos de año. Colectivos no tan oficiales pero probablemente con la sensibilidad más cercana a sus vidas, hablan de 50 mujeres muertas en estos nueve meses. La inercia vergonzante, la tremenda tendencia que tenemos a acostumbrarnos a leer y a escuchar sobre estas muertes cuando no tocan en la familia, los amigos o los vecinos de al lado, no puede ocultar el latigazo de un estremecimiento desgraciadamente cada vez más breve.
Hay un caso reciente, afortunadamente sin muertos, que devuelve la miseria al orden del desconcierto y hacia una cierta impotencia, una más. Como las infamias suelen venir acompañadas, la interpretación de la ley ha vuelto a colocar el dardo en pleno centro de la perplejidad. La Audiencia Provincial de Murcia sentencia sobre un caso de violencia de género rectificando una sentencia anterior y rebaja la pena impuesta a un individuo desde delito a una falta de amenazas. Este voluminoso matiz se traduce en que la orden de alejamiento pasa de los 500 a los 300 metros, y en lugar de durante un año se queda en durante seis meses. También se anulan los 31 días que debía de trabajar en beneficio de la comunidad y la prohibición de tenencia de armas, cuestión más que peligrosa en estos casos como ha quedado demostrado una y cien veces, aunque se pueda morir incluso en vida. El motivo vuelve a clamar al cielo del desierto: que un hombre llame zorra a su mujer, exmujer o compañera no es un insulto, sino un calificativo que hace referencia a su astucia. Merece la pena reproducir puntualmente el análisis: el juez aprecia que el comportamiento del acusado “no atendió a un menosprecio a la condición de mujer de la víctima, ni supuso una exteriorización de mensaje verbal de imposición de la voluntad del acusado sobre la mujer. Incluso procede señalar que la expresión zorra (…) no se utilizó por el acusado en términos de menosprecio o insulto, sino como una descripción de una animal que debe actuar con especial precaución a fin de detectar riesgos contra sí mismo”. Dan ganas de frivolizar con arco y flecha, pero no es de recibo en este contexto. Hay que completar este resumen explicando que el acusado amenazó a su exmujer (ya metidos en barbaridades, digamos presunta víctima) llegando a asegurar al hijo de ambos que la iba a ver en el cementerio en una caja de pino. Y lo juró por el sol. Para el profano, como es el caso, estas interpretaciones del Código Penal adquieren un carácter irreal, dibujan un alejamiento galáctico entre la vida y su reflejo en los tribunales. En el debate más sesudo se reconoce que existen diversidad de opiniones acerca de la ley integral sobre violencia de género. Si el Constitucional avaló en su día que toda agresión de un hombre contra su pareja debe de ser juzgada como violencia de género, no se entiende muy bien la capacidad que tienen determinadas interpretaciones para buscar la salida por la puerta de la impunidad y por los huecos de los atenuantes, aunque algunos sean tan increíbles como cuestionar hasta extremos imposibles la intencionalidad de la expresión zorra en un contexto tan poco sospechoso. ¿Existe alguna evidencia sobre el tono, el volumen, la gestualidad en el momento de proferir lo que el juez acepta como simple calificación que hace referencia a su astucia? Por Dios.
No posee todavía, sin embargo, carácter punible el hecho de cortarse un dedo en un mostrador de la casa consistorial para protestar contra la kafkiana condición que se respira en las concejalías que guían nuestras vidas. Antonio Sebastián lleva diez meses esperando una licencia de apertura de su local. Se dio un hachazo en el índice de la mano izquierda, el de señalar la poca diligencia, y colocó el dedo en el mostrador: “si esta vez no lo coge el concejal, lo cogerá la siguiente”. En su propia versión, este vecino de Avilés ha pasado por todos los estados de la paciencia: su autoflagelación es la prueba irrefutable. Multas, denuncias, plazos, esperas, agravios comparativos, silencio administrativo… Minuto y medio en los informativos, estos son sólo dos de los episodios que escriben el capítulo de este tiempo brutal, que dan sinsentido a este calendario absurdo en el que los jueces sentencian a golpe de diccionario y los regidores esperan a solucionar (ojalá) los problemas a primera sangre
ILUSTRACIÓN: El mercado de esclavos (c. 1884), pintura de Jean-Léon Gérôme.. Author=Jean-Leon Gerome (1824-1904) |Permission={{PD-old}} |other_versions= }} )