En el hábitat natural que nos ha dejado está crisis descorazonadora saltan los mismos conejos de las mismas chisteras. Las mismas palomas de los mismos pañuelos. El Gran Houdini aparece, como todos los años en esta década infernal, después de Semana Santa. De la gigantesca urna de cristal anegada de aguas turbulentas, el hombre encadenado que se deshace de los mil candados reaparece en el gallinero del teatro. Las cifras del paro respiran por los poros de la miseria. Lo que los expertos, esa orla de pelmazos que rodean las mesas de las tertulias, denominan recuperación estacional. El Gobierno, reunido bajo la lluvia, aprovecha los últimos resquicios de una materia tan seriamente delicada. Los sindicatos, tan pujantes como prudentes, realizan sus sorprendentes valoraciones invariables. El ciudadano, de reojo, se toma un café con leche de zozobra. La vida sigue, pero no es tan rosa como los números, ni tan roja como la sangre que se hace mala por momentos. Del calendario zaragozano de la infamia han desaparecido los pasatiempos y las viejas viñetas, amables y minúsculas que hacían antaño la vida más asequible, menos rotunda, menos violenta. Este recuento del desaliento, de la vida y el trabajo, limita al norte con la desesperanza y al sur con el sufrimiento, callado pero doloroso. La casa es demasiado pequeña para tanto realquilado. Y de momento no hay mago que la convierta en palacio.