La histórica ciudad colonial está declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad.
En 1514 el adelantado Diego Velázquez de Cuéllar fundo la villa de la Santísima Trinidad en la costa meridional de Cuba, la actual Trinidad, capital de la provincia de Sancti Spiritus, siendo el tercer asentamiento creado por la Corona española en la isla tras Baracoa y Bayamo.
Cabeza de puente en la conquista de una gran parte del continente americano, de ella partió Hernán Cortés en 1518 para descubrir Méjico. Vivió su época dorada a finales del siglo XVIII y principios del XIX, con el despegue de la industria azucarera, que redundó en que las enormes fortunas amasadas invirtiesen en casonas y palacetes que hoy son orgullo de la cultura cubana.
El asentamiento colonial español mejor conservado de la isla, y también de una gran parte de América, permanece detenido en el tiempo a mitad del siglo diecinueve con sus mansiones decimonónicas en un laberinto de calles adoquinadas, en especial en torno a su actual Plaza Mayor, corazón de un centro histórico que ha sido merecedor de ser declarado por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1988.
Diseñada en base al desarrollo urbano característico de los conquistadores españoles, el asentamiento se construyó en torno a su plaza central, ahora denominada Mayor, que aún mantiene su categoría de epicentro y el latido cotidiano del día a día trinitario. Estéticamente llamativo es su colorido amarillo mayoritario y diferencial en toda la ciudad, en contraste con otros vivos como verdes, azules y el rojo de los tejados.
La rectangular plaza, con su sus zonas de paseo y cuatro compartimentos, elegante y sobria, protegida con un enrejado de filigrana blanco y esbeltas copas de loza representativas del poder trinitario, se diferencia de las de la mayoría del resto del país en no estar presidido por José Martí, el apóstol revolucionario cubano, sino por la diosa Terpsícore -musa de la danza- procedente de una de las haciendas del cercano valle de los ingenios.
Su entorno enmarca la iglesia parroquial y las mansiones, antaño residencias de las familias adineradas de la época colonial llenas de colorido y adornadas con arcos, balcones y terrazas, y en la actualidad reconvertidos en museos y galerías de arte.
La iglesia de la Santísima Trinidad la preside altiva con su peculiar historia de derrumbes y resurgimientos, de embates de ciclones y tormentas, de ataques de corsarios y piratas, que fue remodelándose hasta lo que es hoy, siendo una de las más grandes y antiguas del país. Consagrada en 1892, distribuida en cinco naves, la central cubierta con bóveda de cañón cruzada por arcos en ojiva, y las laterales con bóvedas en aristas, albergando un total de seis capillas con once llamativos altares.
A su derecha deslumbra el suntuoso palacio de la familia española Brunet, construcción iniciada en 1740, que después de diferentes usos desde el 26 de mayo de 1974 acoge el museo Romántico, que exhibe la exquisita decoración y la colección más valiosa de mobiliario característico de las familias adineradas de la etapa de oro trinitaria, compuesta por una amplia muestra de muebles y artes decorativas de la etapa del romanticismo europeo del siglo XIX extendido a América.
En el otro extremo de la plaza luce la casa datada en 1735 de los Sánchez Iznaga, con su llamativa combinación cromática azul y blanca, vistoso correo con pinturas y ventanales. Junto con la adyacente, de 1738, en la actualidad acogen el “Museo de arquitectura colonial”, que salvaguarda objetos, obras pictóricas y documentos de los diferentes períodos históricos de los siglos XVIII y XIX.
En la calle lateral, el palacio Ortiz construido sobre la primigenia casa en la que vivió Hernán Cortés antes de embarcarse en 1518 con sus hombres a la conquista de Méjico, alberga una galería de arte en sus inicios y que complementa con recuerdos turísticos.
El puzle monumental y museístico lo completa la casa Padrón, del siglo XVIII, que alberga el museo de Arqueología, dedicado básicamente a la época precolombina en la cercana sierra de Escambray y una parte a la época colonial.
A escasos metros se encuentra la otra plaza de referencia, la del Real del Jigüe. Diminuta, pero historia viva trinitaria, su centro luce un árbol jigüe -integrante del escudo de la villa- que indica el lugar en el que Fray Bartolomé de las Casas celebró la primera misa en 1913, en la Navidad previa a la fundación de la ciudad.
Enfrente se encuentra la casa del templo de Yemayá, con diferentes objetos religiosos de la época de la esclavitud, consulta de santero y la imagen de la deidad yoruba, figura central en la religión afrocubana. Madre de las orishas, representativa de la maternidad, el mar y la fertilidad y que está escenificada con la talla de la Virgen de Regla de la española Chipiona.
A escasos metros están dos establecimientos de hostelería reclamo de visitantes. La réplica de la icónica habanera de la Bodeguita del Medio. Y a escasos metros la edificación del siglo dieciocho alberga el local de restauración en el que se rinde pleitesía al tonificante trago trinitario, la Canchánchara. Originario de las tropas manbíses que lucharon por la independencia cubana, recuperado hace unas décadas, considerado cóctel trinitario por excelencia, esencia criolla, símbolo del espíritu y carácter cubano, es el resultado de la mezcla de miel, limón, aguardiente y hielo en el mismo recipiente que se toma, el cuenco diseñado por el alfarero Chichi Santander que toma el nombre del cóctel.
Y es que si por una actividad empresarial, obviando la azucarera, es representativa de la ciudad es por su cerámica y labores artesanas, siendo considerada una de las mecas de la artesanía en el Caribe. Lo que la hecho merecedora de los reconocimientos de “Ciudad Artesanal del Mundo” por el Consejo Mundial de Artesanías, y por la Unesco de “Ciudad Creativa” en la categoría de Artesanía y Artes Populares.
El taller de cerámica de la familia Santander, la “Casa del alfarero”, con seis generaciones de alfareros es la más poderosa del legado de una actividad presente en la región desde principios del siglo dieciocho, y una de las visitas recomendadas por agencias y guías.
Un sello de la ciudad es la torre de la antigua iglesia y convento de San Francisco de Asís del siglo XVIII, que luce altiva con su campanario amarillo y blanco con final cúpula dominando el casco antiguo. Conjunto reconvertido en la sede del peculiar museo de la “Lucha contra los bandidos”, que documenta la lucha frente a los contrarrevolucionarios que hicieron frente al gobierno de Fidel Castro.
Trinidad cuenta con el mayor número de museos per cápita del país, complementado su nómina con el de Historia. Sito en el palacio Cantero datado en 1828, en la que la lujosa mansión alberga un interesante mobiliario y objetos cumplimentados, aunque lo que más valoran los visitantes son las imágenes que de la cultura ciudad se divisan desde su torre.
Enclaves con encanto son otras de sus plazas emblemáticas. La primigenia de Carrillo y actual parque Céspedes, con su simbólica pérgola de hierro. La de las Tres Cruces, en el antiguo barrio del Calvario, símbolo de la religiosidad trinitaria manifestada en las festividades de Semana Santa, siendo aún la ciudad la única del país en el que se mantienen la procesión del Viernes Santo. O la de Santa Ana, a la que le da nombre la iglesia de 1719, que declarada en ruinas luce aún en píe conviviendo con la antigua cárcel Real española de 1844 enfrente suyo.
El declive económico del siglo XIX, motivado en gran parte por la competencia europea de la remolacha causante del cierre de azucareras y el desarrollo del puerto de Cienfuegos en detrimento del local Casilda, convirtió Trinidad en una bella durmiente hasta mediados del siglo veinte guardando celosamente sus secretos.
Declarada en 1965 Monumento Histórico Nacional, no ha sido objeto de una modernización espuria. Un lugar para perderse, para deambular por sus estrechas calles adoquinadas -as llamadas chinas peleones por los lugareros-, a la sombra de las casas marcadas con el aire colonial español, que forman un mosaico cromático que va de los azules a los verdes, de los rojos a los amarillos y de los ocres a los rosas, donde no faltan las altas rejerías preñadas de filigranas o las balaustradas de madera policromada.
En ella se respira un aire de pueblo, aunque grande y próspero, donde los caballos son tan comunes como los automóviles y las motos, donde la actividad económica se realiza en las casas, unas reconvertidas en hospedajes y otras en tiendas y restaurantes, con ventanales y patios que las hacen visibles desde el exterior.
Si a ello se le une el encanto de sus lugareños y su tranquila vida cotidiana, la histórica, monumental, colonial y reconocida ciudad “museo” es bien merecedora de una sosegada visita para impregnarse de la mejor urbe cubana conservada.
AUTOR: Luis Javier Del Valle Vega.
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