Epicentro de la cuna del Reino de Aragón, está declarado Monumento Nacional.
En pleno Pirineo Aragonés, en la provincia de Huesca, en la comarca de la Jacetania, se encuentra el Paisaje Protegido de San Juan de la Peña y monte Oroel, calificado como tal desde el año 2007. Enclavado en la parte somera y septentrional de su sierra, constituyendo un balcón privilegiado orientado hacia las escarpadas cumbres pirenaicas, el Real Monasterio de San Juan de la Peña se ubica a unos 20 kilómetros al suroeste de Jaca, desde al que se accede a través de Santa Cruz de la Serós, población de la que parte un ramal asfaltado tan curvilíneo como pintoresco que conduce al conjunto monacal.
Dos son los establecimientos monásticos que, bajo la advocación de San Juan, fueron fundados en este recóndito rincón prepirenaico: uno alto medieval, del siglo XI al abrigo de un enorme peñón, y un segundo levantado unos cientos de metros más arriba a finales del siglo XVII como consecuencia del incendio que asoló el monasterio bajo. El primero de ellos, cubierto por la enorme roca que le da el nombre, aparece perfectamente mimetizado con su excepcional entorno natural, abarca una amplia cronología que se inicia en el siglo X.
En él comenzó a andar el incipiente reino cristiano aragonés, siendo centro de poder religioso y político durante los siglos XI y XII, y lugar de peregrinaje en la vía francesa del Camino de Santiago. Sus orígenes se pierden en la oscuridad de los tiempos alto medieval, con halo de leyenda y relatos legendarios incluidos, como un supuesto refugio de eremitas, aunque los datos históricos conducen a la fundación de un pequeño centro monástico dedicado a San Juan Bautista en el año 920, del que sobreviven algunos elementos.
Abandonado durante los últimos años del siglo diez, fue refundado bajo el nombre de San Juan de la Peña, por Sancho el Mayor de Navarra hacia el año 1026, quien introdujo en él la regla de San Benito, norma fundamental en la Europa medieval, cediéndoles el conjunto en el año 1071 e introduciendo en la Península Ibérica el rito romano, en perjuicio de la liturgia hispano visigoda imperante hasta entonces. A lo largo del siglo XI, durante el primer período del Reino de Aragón, comenzando por Ramiro I, el centro se amplió con nuevas construcciones, convirtiéndose en panteón de los primeros reyes aragoneses y monasterio predilecto de la incipiente monarquía aragonesa que lo dotó con numerosos bienes y posesiones rescatadas a los musulmanes. A finales del siglo XI se construyó la nueva iglesia y ya iniciado el siglo XII el impresionante claustro con la abrupta pared de la cueva como único techo.
A partir de finales del siglo XII y todo el XIII, el cenobio inició un lento proceso de decadencia, justificado por las nuevas conquistas y el desplazamiento de los focos de influencia. Continuando su ostracismo y decadencia durante toda la Baja Edad Media, que culminó con el devastador incendio de 1675, que motivo el traslado de la comunidad a un nuevo cenobio barroco levantado unos cientos de metros más arriba, en la llamada pradera de San Indalecio. Tras la invasión francesa y, sobre todo, tras la desamortización de Mendizábal, ambos monasterios quedarían abandonados, siendo posteriormente declarados Monumentos Nacionales en 1889 y 1923 respectivamente, procediéndose a su restauración y adecuación para el turismo, existiendo en la actualidad un centro de interpretación, una hospedería y un pequeño museo.
El conjunto monacal primigenio, que aglutina diversos estilos artísticos, está dividido en dos niveles en altura, uno inferior y otro superior. En el inferior se encuentra la primitiva iglesia mozárabe, el más antiguo testimonio conservado del cenobio, remontándose su consagración al año 920 y la llamada sala de los Concilios, creada en el siglo XI, destinada a albergar los dormitorios de los monjes, conservándose incluso horadados en la pared varios enterramientos.
En el superior, por orden de ubicación, se encuentran las dependencias de la antigua cocina; el panteón de nobles, con veintidós enterramientos que presentan la misma disposición individualizadas; el museo habilitado en la zona de celdas de los monjes con paneles explicativos y capiteles aislados; el suntuoso panteón de reyes neoclásico del siglo XVIII donde reposan restos de reyes de Aragón y Navarra; la iglesia superior, consagrada en 1904 por el rey Sancho Ramírez; las capillas de San Victorián y de San Boto y Félix y el celebérrimo claustro románico, con parte desaparecida, compuesto por arquería de medio punto, dispuesta sobre un podio, que descansan sobre columnas con capiteles muy decorados con iconografía sobre escenas bíblicas.
Como importante centro religioso que fue durante la Edad Media, el monasterio custodió grandes obras de arte, unas perdidas y otras expoliadas. Entre ellas las reliquias de San Indalecio, llevadas a Jaca en el siglo XIX, y sobre todo un cáliz que fue considerado durante siglos el Santo Grial, del que es visible una reproducción. Según la leyenda, éste permaneció en el monasterio, después de pasar por diversas ubicaciones, como la cueva de Yebra de Basa, el monasterio de San Pedro de Siresa o la Catedral de Jaca. En 1399 el rey Martín I lo traslado primero a Zaragoza y posteriormente a la Catedral de Valencia, donde permanece.