El otro día salí a cumplir con mi deber cívico de depositar los residuos de plástico en su cubo. Antes, los había comprimido dentro de un embalaje de esos sobredimensionados que envuelven cualquier minucia en una balumba de espuma blanca y lo cerré con precinto. Todo plástico y nada más que plástico, insisto.

Salgo del portal y veo el cubo lleno, por lo que puse mi bulto encima y lo apreté. Vuelvo a casa y entonces me llama un amigo que propone unas cervezas. Salgo otra vez y mi paquete está en el suelo. Yo, cívico, lo recoloco en lo que me parece su sitio. En ese momento, precedido de su fragor y sus chirridos, aparece el camión de recogida. Actúan raudos, sin pararse en detalles, pero en este caso al operario le parece mucho el bulto - que claramente es plástico – y lo pone en donde cabe: un cubo de basura orgánica. Quedo perplejo. Cuando reacciono para intentar corregir lo visto ya está todo en el camión y se oye un crujido irreversible.

El crujido -¡ay, el crujido!- delata que mi casi inocente paquete de plásticos no va a cumplir su destino reciclable y convertirse en un forro polar y, en cambio, seguirá contaminando mezclado con raspas de sardinas, tronchos de lechuga, mondas de patata, cáscaras de huevo, huesos de pollo, pieles y trozos de cebolla, amén de las cacas del bebé que viajan en sus dodotis y obviamente no pueden ir al cubo del papel, el cartón y otras celulosas.

Así que estoy pensando seriamente en dejar de ser cívico y pasarme a la chusmización que nos invade: dejaré de ser el cursi que deposita los residuos para convertirme en el patán que tira la basura.

Pregunta final: ¿Dónde se ponen los plásticos copulares usados? ¿Van al mestizaje con poliestirenos y poliamidas, o su látex pleno de embarazos frustrados –orgánico a tope- acabará en compost?

Lo de plásticos copulares no es metáfora, sino un eufemismo también cursi: son condones