Rafael Fonseca González

En cuestión de jueces, Asturias tuvo luces y sombras. Los hubo de una incompetencia catedralicia que fueron sembrando de cadáveres el camino con total impunidad y sin asumir responsabilidad alguna. No hace falta hacer un gran esfuerzo memorístico para recordar sus nombres. Dios los mantenga en sus actuales destinos por el bien de los asturianos.

 

Pero también los hubo, y los hay, con una gran solvencia técnica, cercanos, serios, profesionales, respetuosos y humanos.

 

A esta última categoría pertenece mi querido y respetado amigo Rafael Fonseca. No me hubiera atrevido a hacer este elogio público de su figura si no fuera porque ha abandonado el servicio activo y ha pasado a engrosar la nómina de los hombres sabios venerables.

 

Hace muchos años que conozco a Rafael. Ambos residimos en el mismo barrio, con lo que nuestros encuentros matinales son frecuentes al compartir itinerario para acudir a nuestros respectivos trabajos.

 

No es fácil concitar unanimidad a la hora de las alabanzas. Rafael lo ha conseguido. Prueba de ello es el Liber Amicorum que, editado por Editorial Reus bajo el título «Derecho privado y derecho público ante los tribunales de justicia», le dedican, con colaboraciones de enorme interés, amigos, colegas y discípulos.

 

La idea surge de la siempre creativa mente del también juez David Ordóñez, a la sazón discípulo de Rafael. Consiguió con sus dotes de convicción excitar la pasión de treinta y siete devotos entre los que, afortunadamente, me encuentro.

 

Mi colaboración, como no podía ser de otra manera, versa sobre el derecho consuetudinario asturiano, de cuya compilación fui promotor, director del equipo de investigación y redactor. Es en el transcurso de esta última tarea donde entablé una relación más estrecha con Rafael.

 

En efecto, ultimado el borrador de la compilación solicité la colaboración de varios magistrados, entre los que se encontraba Rafael, para que, a partir de su lectura, formularan observaciones y reparos.

 

Recuerdo que con Rafael mantuve un intenso debate sobre la naturaleza jurídica del hórreo y la panera. Rafael sostenía que se trataba de bienes inmuebles; yo, que eran bienes muebles. Ambos teníamos razón: él, al contemplarlos desde la óptica del derecho civil, acertaba en su apreciación; yo, al examinarlos desde el prisma del derecho consuetudinario, también.

 

Rafael es una persona con una biografía curiosa e interesante.

 

Nació en Tuilla, concejo de Langreo, el 15 de diciembre de 1947. Cursó sus primeros estudios en la escuela del pueblo y preparó el bachillerato y el preuniversitario en una academia en la que no se le cobraba por ser huérfano de padre y por lo sobresaliente de sus estudios. Los exámenes por libre los superó en el Instituto Jovellanos de Gijón.

 

Comenzó su trayectoria profesional como aprendiz en la Central Térmica de Lada y obtuvo en el año 1970 el título de Ingeniero Técnico de Minas en la especialidad de Electromecánica, a raíz de lo cual comenzó a trabajar en una filial de Electra de Viesgo en Mieres.

 

Simultáneamente, cursó los estudios de Derecho y, una vez licenciado, en 1976, ya bajo el magisterio del catedrático Manuel Iglesias Cubría, lee su tesis sobre “La sociedad legal de gananciales (aportaciones críticas para la reforma de su régimen jurídico)”. Tras obtener la plaza de profesor adjunto de Derecho Civil, pasa posteriormente a la de profesor titular.

 

En 1988 ingresa en la carrera judicial y en 1991 supera las pruebas de magistrado especialista de lo contencioso-administrativo. Es académico de número y Director de la “Revista Jurídica de Asturias”, de la que tengo el honor de ser secretario.

 

En fin, Rafael ha forjado con su propio esfuerzo una carrera brillante y ejemplar.

 

Decía Víctor Hugo que «Es fácil ser bueno, lo difícil es ser justo».

 

Rafael fue y es ambas cosas.  



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