La democracia dictó sentencia

Decía Winston Churchill: «No puedo vivir sin champán. Cuando pierdo, lo necesito; cuando gano, me lo merezco».

A pesar de mi apuesta por los «buenos», han ganado los «malos», pero no me siento perdedor y, por tanto, no necesito acudir a la bebida para ahogar mi desencanto. Además, la política es tan cambiante y tan poco de fiar que los malos pueden convertirse en buenos en función de los intereses en juego.

Una buena amiga, defensora a ultranza de Sánchez, tras enviarme un mapa de España teñido de rojo en su práctica totalidad, me preguntaba: «¿Y ahora con quién te vas a meter?».

Le respondí que contra todo aquel que tome medidas que atenten contra el bien común y contra el interés público, y a buen seguro que Sánchez seguirá siendo la diana preferida de mis críticas por cuanto que, al ser el que gobierna, tomará decisiones cuestionables y, por tanto, censurables. En todo caso, por sus actos lo juzgaré.

De todas formas, sorprende que un sujeto que plagió su tesis, que pactó con etarras y secesionistas y que mantuvo en su gobierno a una ministra de Justicia que se jactaba de haber presenciado cómo algunos de sus colegas jueces y fiscales iban con menores y que ironizaba sobre los negocios sexuales de Villarejo, entre otras lindezas, haya sido votado mayoritariamente. Eso dice bien poco de nuestro nivel ético. Un pueblo que admite y convalida tales conductas es un pueblo enfermo.

Soy demócrata por convicción, es el sistema menos malo de los conocidos, pero no por ello dejo de preguntarme, con estos antecedentes, si el axioma «un hombre, un voto», en el que residenciamos la esencia de la igualdad, no deja de ser un eslogan publicitario similar al de «Hacienda somos todos».

No voy a caer en los excesos de la epistocracia, postulada inicialmente por Platón y perfeccionada por Jason Brennan, que en su libro «Contra la democracia» defiende «Un sistema en el cual solo pueden ejercer el derecho a voto por sufragio electoral aquellas personas que tengan cierto conocimiento sobre Ciencias Sociales y se encuentren lo menos sesgados posibles».

Tampoco soy seguidor de Carl Schmitt, que se oponía a la igualdad de todos los hombres. Ni asumo las ideas de Pedro Ruiz cuando afirma: «No creo que el voto de Saramago valga lo mismo que el de un traficante». Ni comulgo con Pérez Reverte cuando dice: «De nada sirven las urnas si el que mete la papeleta es un analfabeto».

Pero son ideas que invitan a reflexionar.

Dos señoras que estaban delante de mí en la cola del colegio electoral iban a votar a Rivera por la decisiva razón de que les parecía atractivo. En fin, sin comentarios.

Así es la democracia y así llegamos a los resultados que tenemos.

Al igual que para adquirir la condición de español se somete a los aspirantes a un pequeño test de cultura general, no sería descabellado exigir a los votantes una mínima capacidad de discernir y un elemental entendimiento del programa electoral de cada partido. No es justo, ni mucho menos igualitario, que los destinos de todos los decidan quienes tienen dificultades para valorar la realidad y sus circunstancias. La igualdad exige tratar desigualmente a los desiguales, no igual a todo el mundo.

Las elecciones dejaron muchos cadáveres en ambos bandos, en el PP y en Podemos. Y, además, provocaron un tremendo agujero financiero en los perdedores, que deben reorientar sus gastos y despedir a muchos de sus trabajadores, familiares, militantes y amigos.

En fin, ya lo dijo Bernard Shaw: «La democracia sustituye el nombramiento hecho por una minoría corrompida por la elección hecha merced a una mayoría incompetente».    



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