Paris y el fuego de Notre Dame

En esa edad juvenil   en la  que Europa parecía no tener contornos al salir de la segunda gran guerra, viví en París una corta temporada. Hice pensión y fonda  en un patio interior del Barrio Latino  cercano al parque de Luxemburgo.

Cada mañana acudía andando  entre plazas recónditas, inmensos bulevares y callecitas oscuras, casi subliminales, hasta la Bastilla a visitar a un viejo exiliado español.

Aquel hombre libertario, anarquista por convicción, gozaba de  dos cualidades humanas: generosidad hasta el sacrificio y una vocación innata por ofrecer a los demás sus conocimientos. 

Si uno visita París aunque sea una sola vez, no lo olvida. Podrán existir otras ciudades con encanto, y aún así, en lo espiritual y lo afectivo, como esa urbe tal vez ninguna.

Fue Gérard de  Nerval, mirando la metrópoli sentado en las escalinatas de la basílica de Sacre-Coeur quien señaló: “No hay nada tan bello como la Gran Colina cuando el sol ilumina su tierra de rojo con vetas de yeso”.  Y es que todo corazón sensible, libre y desprendido, terminado ilusionado con esa antigua villa de los Capetos al hacerse querer con ramazos de ternura.

Y ahora, la noticia que nos impactó, igual que a millones de personas del planeta en las últimas horas de la tarde del lunes, ha sido como si algo se hubiera  agrietado entre las junturas de nuestro recuerdo, al saber que  se inflamaba de fuego la Catedral de Notre Dame, esa  reliquia  hierática que fraguó  los valores cristianos europeos, uniendo  a ellos una cultura inconmensurable.

En esa tarde, entre las llamaradas, alguien creyó ver, apostado sobre una gárgola, al inmortal Quasimodo, el tullido  que  de manera desesperada  buscaba a Esmeralda,  su amor imposible en la admirable obra  “El  jorobado de Notre Dame” de Víctor Hugo, y cuyas páginas ya habían salvado el  templo del abandono  que lo envolvía  en el siglo XVIII, cuando el escritor quiso que los franceses supieran de la desidia que cubría esa    joya gótica.

A razón de esas cuartillas se pudo restaurar el templo que casi estuvo a punto de ser pasto de las llamas durante la Revolución Francesa,  e  igualmente durante las dos últimas guerras mundiales.

El actual presidente de la República,  Emmanuel Macron, que  pasó varias horas frente al fuego, y conmovido igual que millones de franceses, escribió  en Twitter:

“Notre Dame de París bajo las llamas. Toda una nación emocionada. Pensamos en todos los católicos y en todos los franceses. Como todos nuestros compatriotas, esta noche me entristece ver arder esta parte de nosotros”.

Con esas llamaradas se van parte de una belleza universal hecha de piedra esmerada. Sin duda se reconstruirá; no obstante, no será lo mismo. El templo se levantó entre 1163 y 1345,  y es el segundo lugar más visitado de París después de la Torre Eiffel.

Todo aquél que vaya a Ciudad de la Luz,  aunque sea una sola vez, no la olvida jamás. Podrán existir otras capitales, pero ninguna comparable en lo espiritual y lo afectivo,  a ese centro  imbuido de fulgor y color  donde cada paleta de pintor halla su propia luminiscencia.

Ernest Hemingway, cuando era pobre y casi feliz, escribió:

“Si tienes las suerte de haber vivido de joven en París, entonces durante el resto de tu vida ella estará contigo, porque París es una fiesta.”

Es a tal fundamento que todo corazón sensible, espontáneo y generoso, ama a París. Es más, la ciudad se hace desear como ninguna otra.

Si el tiempo lo consiente y es generoso,   anhelo ir al reencuentro de  ese tierno afecto esquivo como lo hace un muchacho con su primera querencia amorosa.  Tal vez nos acontezca lo mismo que a Miguel de Unamuno. El escritor vasco vivió en la Plaza Vendôme cuando contaba con 25 años. Regresó treinta años después, y  aunque todo estaba igual, él ya no era el mismo.

¿Nos sucederá? Puedo aseverar que no, ya que mí  espíritu sigue galanteando París con la misma fogosidad, deseo y lujuria que cuando  llegué a sus brazos la primera vez.

Un hotelito entre la plaza de La Opera y el Gran Bulevar de Hausmann, nos  sigue esperando. No será el ambiente  de  una celebración pero tampoco lo intentamos, aunque el texto festivo de Hemingway guarde más nostalgia y pesadumbre que  jolgorio.



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