Un día para el perdón

Cuenta Paul Johnson en su monumental obra “La historia de los judíos”,  que escribió ese libro por cuatro razones, de las cuales  la principal es la magnitud de la deuda que el cristianismo ha contraído con el judaísmo.

“No se trataba, como me habían enseñado a creer - dice el historiador inglés -, que el Nuevo Testamento reemplazara al Antiguo; sucedía más bien que el cristianismo aportaba una nueva interpretación a una antigua forma de monoteísmo, transformándola gradualmente en una religión distinta, pero conservando gran parte de la teología moral y dogmática, la liturgia, las instituciones y los conceptos fundamentales de su antepasada.”

 Voy rumiando esto a poco días de haberse celebrado la fiesta más solemne del calendario judío, el “Yom Kipur”, Día del Perdón o de la Expiación. Una fecha, según la Torá,  para la  aflicción del alma y el arrepentimiento de los pecados.

Un pensando lo contrario, esa fecha está recubierto más de solemnidad que de tristeza, enfatizándose una liturgia  rica en plegarias penitenciales, cantos,  y un descubrir a Dios, pues en esa festividad  el judío errante,  el mismo que se apartó del sendero, acude normalmente a la sinagoga para seguir manteniendo viva, aunque sea débil, la lámpara de su creencia interior.

 Para un cristiano viejo  - igual a nosotros - , con roída fe,  esa festividad posee  un significado humanista que nada tiene que ver con cualquier tratado del  Talmud.

Un proverbio árabe dice: “El hombre que perdona a sus enemigos haciéndoles bien, se parece al incienso, el cual embalsama el fuego que le consume”. Innegable.

Un día lejano hemos escrito que el único oficio de Dios es el de perdonar. No tiene otro. Posiblemente amar, pero lo primero va unido inexorablemente a lo segundo.

 Un pueblo guardando un día para el perdón, merece admiración. Sé poco de los conceptos judíos, a lo máximo aquello tomado de alguna que otra lectura, pero existe algo en esa fe, en la forma ancestral de su riquísima liturgia, que me embelesa, envuelve mi deteriorado espíritu en una esponja y lo refresca.

 En una de nuestras visitas a Israel,  durante una noche en  el Kibutz Kfar Guiladia  alzado en la frontera del norte del país, unos colonos levantaron una hoguera y entre un coro de alegría, unida por la hermandad, alguien rompió el aire con un canción popular. No recordamos todas las estrofas, pero algunas sí:

“El sol y el mar, / el pan y el mundo, / lo amargo y lo dulce: / dejemos atrás lo que hubo, / vivamos sólo en el canto.”

 Parece poca cosa y no lo es. Una cancioncilla puede guardar el necesario contenido para sentir la necesidad de amar a nuestros semejantes, y en ese aspecto el Día del Perdón  reconforta más.

 La fecha moderna más angustiada para  el pueblo judío fue  el 6 de octubre de 1973  (el año 5734 en su calendario).  Ese día Israel recibió un ataque combinado de las fuerzas sirias y egipcias amenazando  la misma existencia del Estado Hebreo.

La santidad religiosa del aquella jornada obligaba a una paralización total del país y a los israelíes rezando en las sinagogas, pero el sonido de las sirenas tomó dimensiones apocalípticas, y en medio graves de esas dificultades,  el ejército judío reaccionó de una forma que aún hoy se piensa en una intervención de la Providencia.

Desde ese entonces,  el conflicto se llama “La guerra del Yom Kipur”.



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