El arduo oficio de ser hombre

En España es difícil que quienes tenemos el privilegio de que un medio de comunicación  nos reserve un espacio semanal para expresar nuestra opinión sobre temas sociales, políticos, judiciales o legales, suframos el síndrome del folio en blanco o la tendencia a la procrastinación. La dinámica social, el Gobierno, los políticos, los jueces y los parlamentos nos ofrecen cada día –casi cada minuto- material suficiente para el comentario.

Meses atrás –parece que ya son años- desayunábamos con un caso de corrupción; hoy las tres comidas aparecen sazonadas con un mix de insensateces.

La inutilidad para aprobar el techo de gasto, que evidencia la fragilidad de un Gobierno construido sobre la nada que se puede ver obligado a ejecutar un presupuesto ajeno; el ridículo en la elección de los miembros del Consejo de Administración de RTVE; la anunciada crisis migratoria, corolario de una política vomitivamente demagógica, en la que brilla con luz propia el Presidente, seguido muy de cerca por el otrora admirado Marlaska, que tanta decepción genera en su papel de político; el uso indebido del Falcon 900B; la gestión del conflicto de los TVC, cuya solución se desmiembra en diecisiete alternativas distintas; la ignominia de la reunión bilateral con los separatistas, en fin…

A pesar de esta riqueza argumental, hemos optado por hablar, sobre la base que nos proporciona la sentencia de Juana Rivas -que no comentaremos para no herir sensibilidades- de un problema que afecta a muchos hombres que, en determinados ámbitos, sufren el estigma de serlo, en base a los intentos de sacralizar un feminismo mal entendido que pretende hacernos creer que vivimos una guerra de sexos.

Dejo fuera de este comentario toda la temática relativa a la violencia machista, abuso, agresión sexual y violación, que nada tiene que ver con el feminismo y que merece la total repulsa y se hace acreedora del máximo castigo, como ya manifestamos en numerosas ocasiones.

Por ello, lo primero que debemos tener claro es el significado del término “feminismo”. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua es el “Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”, y en su segunda acepción “Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo”.

 Nada, pues, de guerra de sexos, por más que la cantautora británica Annie Lennox hubiera afirmado “Soy una feminista que ama a los hombres”. ¿Hay alguna antinomia en ello?

No sería idéntico el relato que podría hacer el padre del padre de nuestro padre, que el padre de nuestro padre, que nuestro padre, que nosotros mismos sobre el papel y la posición de la mujer. Al día de hoy, sobre todo en las funciones y trabajos que requieren estudio, esfuerzo, mérito y capacidad, el número de mujeres supera con creces al de hombres. Véase la función pública o la judicatura. En las últimas promociones las mujeres son mayoría.

Creo, por ello, que la mujer no necesita ayuda extra. La Ley para la igualdad efectiva de hombres y mujeres me parece un insulto a la inteligencia. Para ser miembros de un órgano colegiado, lo importante es lo que se tiene entre las orejas, no entre las piernas.

Pero el feminismo exacerbado estigmatiza al hombre y quizá su reflejo más cruel sea la Ley de prevención y protección integral de las mujeres contra la violencia de género, auténtico brindis a la desigualdad de sexos.

Debemos luchar por la igualdad, pero también por la equidad que implica que cada uno reciba lo que le corresponde o lo que merece.

Ya lo dijo Víctor Hugo: “La primera igualdad es la equidad”.  



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