Retornar a La Scala

Corto viaje a Milán. Día y medio con su noche para asistir a una representación  del espectáculo más visual: la ópera. En este ir de ida y vuelta “El murciélago” de  Johann Strauss  (hijo). La metrópoli lombarda, abigarrada, sigue manteniendo el sortilegio de un  ramalazo histórico en una Italia donde las piedras hablan con la sapiencia de un filósofo y la música es el sonido posible  para justificar la existencia de Dios.

Todo pentagrama de corcheas, fusas y semifusas sobre partituras de papel blanco de Borneo sabe que  “La Scala de Milán es mucho más que un teatro”.

Ese edificio construido en   el siglo XVII  y  cuya historia va unido a la de Italia de la época del “Risorgimento – Rossini, Donizetti, Verdi -, nos circunda siempre a un despertar fresco.

El prestigio de que goza el Gran Templo de la Música  no se generó en un día, se forjó en duras competencias con otros antiguos teatros milaneses. El 25 de febrero de 1776, en tiempos en que la región se encontraba bajo la dominación austriaca, el Teatro Regio Ducal fue pasto de las llamas.  La construcción del nuevo coliseo se inició con celeridad, edificándose el flamante inmueble sobre un solar donde existía una vieja iglesia conocida con el nombre de Santa Maria della Scala, regalo de la archiduquesa María Teresa de Austria.

El arquitecto Giuseppe Piermarini, se encargó de dirigir el proyecto, y el 3 de agosto de 1878 tuvo lugar la función inaugural con la obra de Antonio Salieri “Europa riconosciuta”.  

Aunque henchidos de expectación, los visitantes de Milán quedan con frecuencia decepcionados ante el pequeño pórtico del teatro y la discreta fachada neoclásica. Sólo la singular sala dorada y carmín cautiva a la gente por su exhuberancia, esplendor y gloria operística acumulada.

A La Scala se le considera unánimemente el primer coliseo del mundo y el oratorio por antonomasia donde oficiaba Giuseppe Verdi. En él los lombardos lloraron a los acordes de “Nabucco”, ya que en cierta forma ese drama apuntaló la unión de Italia moderna.  

Hace pocos años el edifico fue totalmente renovado. A  primera vista, parecía un  almacén de cachivaches que tenía muy preocupados a los bomberos. Las alfombras manchadas, la pintura desprendiéndose, el terciopelo de los asientos sucios y el escenario roto en muchas de sus partes; sin embargo, los milaneses no querían aceptar los planes de transformación. Se resistían. Allí, en aquellas paredes y en cada rincón, aún estaba palpable la esencia del esplendoroso siglo XIX de la lírica italiana.

Renovarlo sería un poco trastornar su pasado memorable. Al final aceptaron a regañadientes. Y renació de nuevo.  

El teatro, dirigido durante varios años por el maestro Arturo Toscanini – el director de orquesta más célebre del pasado siglo XX –  siempre cubre al profano igual a uno de una intensa exhalación melodiosa. Estar en tan egregio  tabernáculo es volver a  reverdecer  en el ánimo el sonido de la voz humana, el más conmovedor de todos los  sonidos arropado al resguardo de las más extraordinarias partituras musicales.  

 

POSDATA: (Diré un secreto que quizás los melómanos asturianos me perdonen: nunca he visto una opera en el Teatro Campoamor de Oviedo.  Tal vez tenga algo a mi favor si les digo que Ricardo Vázquez - Prada,  el asombroso periodista y durante años director del diario Región,  que veía todas y cada una de las temporada, al regresar al periódico de la calle Fray Ceferino, nos narraba  con pasión lo que había visto y sentido en el anfiteatro ovetense).



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